Desde que vivo solo en Madrid
disfruto de las noches electorales norteamericanas, cosa que sería imposible en
casa materna. Me voy un poco antes a la cama, duermo dos o tres horas y a eso
de las dos de la mañana me levanto y sigo la programación especial, viendo cómo
caen los estados para uno u otro lado, en un sistema de votación extraño, algo
anticuado, y con sesgos derivados de su carácter mayoritario puro, que sigue
siendo ejecutado el primer martes después del primer lunes de noviembre, cada
cuatro años en las presidenciales, desde hace más de dos siglos. Un ritual
democrático del que pueden orgullecerse los norteamericanos.
La democracia garantiza
legitimidad, pero no acierto. Hace cuatro años, cuando Florida cayó para Trump,
empezaron a levantarse fantasmas asustados que, poco después, serían de cuento
de terror. A estas horas de la mañana ya sabíamos que Trump, el peor candidato
imaginable, el más populista, abusón, simplista, demagogo, mal formado y bochornoso
de los candidatos posibles, se hacía con el cetro del poder de la nación más
poderosa del mundo. Glups. Lo inimaginable había sucedido, tras un año en el
que, elección a elección, Trump había ido eliminando a rivales republicanos
que, salvo excepciones, demostraron ser al menos tan inútiles como él. La
campaña con Hillary fue sucia, tanto por lo que vimos y oímos como por lo que
no, que poco a poco sale a la luz, aunque quizás nunca tengamos muy claro hasta
qué punto las influencias externas, principalmente rusas, fueron determinantes
para lograr la derrota demócrata. Para eso habrá que investigar mucho y
conseguir pruebas certeras y, un año después, estamos más cerca de tenerlas,
pero es cierto que aún no están. Transcurrido este tiempo, ¿qué podemos decir
de la presidencia de Trump? Lamentablemente, lo más acertado es que se
equivocaron aquellos que afirmaban que el poder domaría al payaso, que la
responsabilidad le haría comportarse de una manera más ajustada a derecho y a
lo convencional. No, Trump es el personaje que parece, y tiene una edad en la
que ya le da igual casi todo. Su actitud ha sido la de un fanfarrón que,
entrando en una casa, se dedica a perturbarlo todo. A lo largo de este tiempo ha
desequilibrado la situación de EEUU en el contexto global, haciéndolo pasar de
actor decisivo para la estabilidad global y defensor de los valores
occidentales a foco de incertidumbre y comportamiento antisocial. El
proteccionismo, algo inaudito, figura en la agenda norteamericana, tanto en la
faceta económica como en la política. Los aliados, europeos y del resto del
mundo, empiezan a ver a Washington como un problema más que una fuente de
soluciones. La retórica populista de Trump es igual de básica y errada sea cual
sea el problema, y trata las crisis internacionales de calado, como la de Corea
del Norte o Irán con la misma bravuconería con la que se mete con los medios de
comunicación que le critican, de tal manera que los tuits que dedica a King Jon
Un o al New York Times podrían ser perfectamente intercambiables. Su ignorancia
se manifiesta en decisiones como la retirada de EEUU del tratado por el clima
de París o la restricciones de fondos para programas de investigación médica. Sólo
la bolsa, que sigue subiendo, marcando máximos históricos, y la economía, que
se mantiene fuerte, parecen ajenas al vendaval Trump, demostrando que los
ciclos económicos viven ajenos a las decisiones de los gobernantes y que, pese
a la ineptitud, la economía subirá hasta que no pueda más y empiece a caer.
Lo peor que ha hecho Trump en
este año de mandato es haber sembrado la división dentro de los propios
estadounidenses. Incidentes como el de Ferguson este verano han vuelto a
reabrir la herida entre supremacistas y defensores de los derechos humanos. Trump
gobierna claramente “frente a” parte de la sociedad de su país, actúa orgulloso
contra lo que considera una versión blanda, progre y falaz del norteamericano, y
ha despertado fantasmas que, con dificultad, permanecían encerrados en la
sociedad americana, que desea en su conjunto que esas pesadillas no se
reaviven. Como Puigdemont y sus secuaces, Trump está siendo muy efectivo a la
hora de dividir, fracturar, romper la sociedad que dice gobernar. Ese es su
principal pecado, la mayor de las taras que arrastramos desde su llegada al
poder.
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