Cuando el viernes subía en
autobús hacia Bilbao Elorrio la situación era deprimente. Un grupo de
sediciosos daba, orgullosamente, un golpe de estado, arrastraba a la ignominia
al Parlamento de Cataluña y pisoteaba las libertades de todos en nombre de una
soñada patria por la que todo era sacrificable. Un horror. Cinco días después
la situación sigue siendo grave, pero está bajo control, los sediciosos han
perdido el poder y parece que la democracia, la de la sociedad y las leyes, esa
que tanto invocan como manipulan, ha logrado sobreponerse y llevar a todos esos
elementos a declarar ante el juez.
¿A todos? No, como imitando a los
irreductibles galos del cómic, Puigdemont y un pequeño grupo de exconsejeros
permanecen en Bruselas, a donde viajaron el fin de semana, con el objeto de
mantener viva la llama de la nueva república y, sobre todo, escapar de la
justicia. Ha demostrado ser bastante cobardica el tal Puigdemont. De mientras
disfrutó de la escolta oficial y el mando de los Mossos se dedicaba a
amedrentar, chantajear y alardear de su poder, pero cuando fue desposeído de
todo ello huyó, lo más rápido posible, para tratar de salvar su pellejo de una
muy probable condena. Ha demostrado que no le importa nadie. Los que menos, sus
conciudadanos de Cataluña, a los que ha llevado a un lugar de vergüenza
difícilmente imaginable, pero es que tampoco se ha preocupado en lo más mínimo
de sus socios de fechorías, de los presuntos delincuentes y para él compañeros
e inclusos subordinados. Mientras
Puigdemont permanece huido y sin comparecer ante la justicia, el resto de
miembros del Gobern y la mesa del Parlament acudirán hoy, a lo largo de la
mañana, a testificar ante la Audiencia Nacional o Tribunal Supremo, lo que les
toque según su aforamiento, al que desde luego no pretenden renunciar. Y claro,
para todos ellos el que su principal jefe esté fugado no es precisamente una
garantía de cara a jurar y perjurar que ellos no harán lo mismo si la juez no
toma medidas cautelares. En cierto modo, la verdad es que de manera ostentosa,
“Puchi” ha dejado vendidos a los suyos para salvarse, lo que le hace acreditar
galones para ser nombrado como nuevo Capitan Schetino del crucero Costa
Concordia soberanista, embarrancando contra los arrecifes de la realidad tras la
borrachera de demagogia de estos últimos meses. ¿Y en qué está empleando el
tiempo Puigdemont en su estancia belga? No consta si es aficionado al chocolate
y los gofres, pero a buen seguro ha catado varias de las numerosas cervezas
locales, dada su actitud. Envalentonado en medio de su desastre, iluminado,
creyéndose alguien, Puigdemont organiza caóticas ruedas de prensa en múltiples
idiomas en las que no dice nada, más allá de reiterar el discurso de la España
opresiva frente a la democrática Cataluña. Sigue creyendo ser el President de
la Generalitat, y pontifica como tal con la misma vehemencia y credo con el que
algunos dementes, en los fines de semana, en la Puerta del Sol, advierten de la
llegada del Apocalipsis. Sus apariciones, que pretenden ser una muestra de rebeldía
y poder, son patética, sobrepasan el absurdo y llegan al más absoluto de los
ridículos. Diríase que “Puchi” se cree lo que dice, rodeado de unos pocos
fieles que le aclaman y una prensa, nacional e internacional, que se va cayendo
del guindo y empieza a pensar que es mejor cambiar los corresponsales políticos
por los de sucesos y medicina para seguir estos actos. Nadie toma en serio al
personaje, ni siquiera los suyos, que empiezan a verlo como un estorbo, y en cada
nueva aparición el ridículo alcanza cotas que ni los infinitos memes de
internet logran reflejar.
¿Algún día será consciente Puigdemont
del desastre, y del ridículo, que ha generado? Como Don Quijote, ¿tendrá un
acceso de lucidez que le permita reencontrarse con la realidad y, ante los
escombros generados, lamentarse y pedir perdón? No lo se, pero de producirse,
ese momento parece aún lejos en el tiempo. De momento, quizás, trate “Puchi” de
cobrar por sus espectáculos, cada vez más propios de un Dalí venido a menos, y
ello le ayude a financiar su estancia en la cara Bruselas, dado que no está
claro ni quién paga sus viajes ni estancia allí. Quizás esa sería la pregunta
que los periodistas debieran hacerle una y otra vez, para demostrar, por si no
queda claro, hasta qué punto es un estafador. A ver si algún corresponsal
extranjero, a los únicos a los que deja preguntar, se atreve.
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