Fue Valle Inclán el fundador del
género que denominamos esperpento, una afortunada combinación de comedia, farsa
y tragedia en la que nada es lo que parece pero todo refleja la podredumbre más
profunda de la realidad. Sus obras eran vistas a veces como comedias, pero
aunque una primera lectura dejase la sensación de asistir a un espectáculo de
humor, lo cierto es que el lector o espectador de teatro notaba como la sonrisa
iba mudando poco a poco hacia un rictus mucho más serio y grave, al darse
realmente cuenta de lo que estaba presenciando. Valle Inclán fue tan genial
como extravagante, y su estatua luce en el Paseo de Recoletos de Madrid, donde
es homenajeada cada año.
En décadas pasadas el máximo
exponente de esta forma de contar historias, que requiere ingenio, brillantez y
cierta sutileza, fue Luis García Berlanga, un señor que, de haber nacido en
EEUU sería famoso en el mundo entero y no hubiera tenido sitio en su mansión
para guardar todos los Oscar conseguidos. En vez de eso nació en España, a las
orillas del Mediterráneo valenciano, y desarrollo su carrera en nuestro país, y
en una época en la que la censura franquista, que oprimía de verdad, hacía que
dedicarse al arte fuera un camino seguro a la pobreza y bastante certero hacia
la prisión. Las películas de Berlanga son uno de los mejores retratos de la
sociedad española de la segunda mitad del siglo XX, una sociedad llena de
pícaros que tratan de sobrevivir a una pobreza asfixiante, a un régimen
agobiante y a unas convenciones sociales tan rígidas como anticuadas. En ellas
la corrupción aparece por todas partes, en los estratos sociales más bajos y en
los presuntamente más distinguidos. Unos y otros sólo se diferencian en las
ropas que llevan y en los modales, pero son idénticos en todo. Los personajes
mienten más que hablan, falsean el mundo que les rodea, se hacen pasar por lo
que no son para medrar y conseguir favores, antaño del régimen franquista,
luego de los nuevos poderes surgidos de la transición. En todo momento sabemos
hasta qué punto son falsos los caracteres que vemos representados, pero también
conocemos la crudeza, la miseria moral y económica en la que viven, y de la que
desean huir como sea. El “postureo” palabra que no me gusta pero que refleja
muy bien el muy falso mundo que vivimos hoy en día en las redes sociales, ya lo
inventa Berlanga en los sujetos que nos muestra, que se hacen pasar por lo que
no son y alardean de lo que no tienen ni en sueños. Con estos mimbres fabrica
el genial Luis sus tramas, que como pasaba antes con las de Valle Inclán,
inducen a la carcajada en un primer visionado, a veces siendo imposible seguir
el curso de la trama por las risas provocadas, pero tras ese humor, Berlanga
nos muestra desnuda la sociedad, sin disimulos, y nuestra cara muda al darnos
cuenta de que de lo que nos reíamos no era de las desgracias de otros, sino de
las propias, de las nuestras. Sus películas, en el fondo, muestran enormes
tragedias y fracasos, y poseen un punto cruel en el que no deja títere con
cabeza, y todos los personajes son vapuleados, arrastrados hasta el punto más
bajo de su ignominia, llegando a un punto en el que el espectador pide que se
les redima de la humillación a la que están siendo sometidos. Logra Berlanga
que hasta nos solidaricemos con los caracteres que nos muestra, a pesar de la
repulsión que nos provocan, porque nos los muestra en una dimensión que
conocemos como propia. Cada uno de nosotros podría volver a ver “”El Verdugo”
“Plácido” la serie de “La escopeta nacional” “Todos a la cárcel” y cualquier
otra de sus obras y verse retratado fielmente en uno de sus personajes. Y eso
ya no nos hace tanta gracia.
Puigdemont y el resto de
componentes de la troupe separatista son, en todos los sentidos, personajes
recién salidos de un guion de Berlanga, de una obra de Valle Inclán, y por eso
verles nos produce tanta risa como angustia. Sus
actos, decisiones, rectificaciones, impuntualidades, escenificaciones y demás
argucias de vodevil barato nos tienen entretenidos, durante un tiempo en el
que el drama va a más y no deja de crecer el destrozo que crean con su
ineptitud y ceguera. La verdad es que, aunque le de una rabia infinita, Puigdemont
y sus amigos son, en todos los sentidos, españoles en lo más profundo de su
ser, y actúan como los compatriotas, de los que reniegan, que tan bien
reflejaron los autores a los que he mencionado. Quizás sus obras sean una vía
de escape ante el absurdo que vivimos en estos días.
Subo a Elorrio y me cojo dos días
festivos. El miércoles que viene es fiesta así que, si no pasa nada raro (es un
decir) nos leeremos nuevamente el jueves 2 de noviembre. Descansen y mucho ánimo
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