Daba
ayer por la tarde una conferencia Jesús Fernández Villaverde en la Fundación
Rafael del Pino que tenía muy buena pinta. Una disertación sobre el papel y
futuro de Europa, tras el Brexit, en un mundo bipolar con EEUU y China como
potencias hegemónicas. Me apunté para asistir, pero el trabajo me desbordó y
salí de la oficina cuando, supongo, charla y preguntas ya estaban más que
acabadas. Una pena. En todo caso debió ser una oportunidad para debatir sobre
cuestiones trascendentes, de largo plazo, que van más allá del localismo cerril
de nuestro debate diario y la nula mirada a futuro de los que, nacionalismo
mediante, nos quieren hacer volver varios siglos atrás.
Uno de los temas que a buen
seguro surgió en la conferencia (a ver si en los próximos días la ponen en la
web de la fundación y le puedo echar un ojo) es el de China y el liderazgo de
Xi Jinping. Estos
días se celebra el congreso del partido comunista chino, un evento al que
acuden todos los jefes del partido único, el que manda y al que trae a cuenta
obedecer. Si algunos “oprimidos” de aquí se lamentan de su aplastamiento, que
se den una vuelta por China para ver cómo se las gasta el régimen. La estética
de los congresos comunistas chinos es muy soviética. En un edificio imponente,
lleno de símbolos alusivos a la estética leninista, un auditorio rígido y
entregado y un politburó enorme, lleno de cargos, que copan todo el poder. La
imagen es lo más antidemocrático que uno pueda esperar y refleja, a la
perfección, el régimen político de Beijing. Lo establecido en este sistema es
que el líder, elegido entre cargos y familias del partido por cargos y familias
del partido, está al frente del país durante dos mandatos de cinco años. En el
segundo de ellos presenta a quien va a ser su sucesor, para que se vaya
rodando, y cogiendo imagen púbica de poder. No está siendo así en esta ocasión.
El actual presidente, Xi Jinping, es uno de los más poderosos de las últimas
décadas y no parece que esté muy por la labor de ceder el poder, al menos de
manera inmediata. Su discurso, y las intervenciones de los líderes en los que
se apoya, se basan constantemente en el nacimiento de una nueva China, de una
China que sea una potencia internacional, que recupere importancia, prestigio y
atractivo en el mundo global. Con aspiraciones a convertirse en la primera
potencia económica del mundo en la próxima década, superando en PIB a EEUU, Xi
se ve a sí mismo como un líder global, y quiere convertir a su país también en
un actor de referencia. Hasta ahora China se ha centrado en el desarrollo
económico, con unas cifras como resultado que apabullan, y unos costes
medioambientales y sociales asociados que no son menos asombrosos. Xi quiere
continuar por el camino de las reformas, sabedor de que el modelo exportador de
bajo coste ya no vale como tractor de la economía nacional, y de que la
redistribución de la riqueza, la renovación tecnológica y el compromiso
medioambiental tienen que ser las nuevas banderas que impulsen el desarrollo de
su economía. Sabe también que esta economía tiene graves amenazas, siendo las más
serías, a corto plazo, la de la sempiterna burbuja inmobiliaria que nunca
estalla y la competencia de otras naciones a sus exportaciones y, a largo
plazo, los costes medioambientales de su desarrollo explosivo y el envejecimiento
acelerado de la población. Los retos chinos son tan inmensos como las cifras que
definen a aquel país, y los miembros del partido comunista lo saben. Funciona
en aquella sociedad una especie de pacto no escrito por el que, a cambio de
prosperidad y riqueza creciente, el poder sigue en manos del partido único y no
hay revueltas. Crecer sigue siendo la obsesión de Xi y los suyos, y lo
necesitan para mantenerse en el poder. Harán todo lo necesario para que el PIB
no baje del 6% de incremento anual.
El siglo XX ha sido el de los
EEUU, y también el inicio del XXI. ¿Será este en el que vivimos el siglo de
China? No lo se. Muchas veces se ha predicho eso y ya ven, no acaba de suceder.
Cierto es que la presencia de un inepto como Trump supone un freno para los
EEUU pero China aún es un país débil, con una renta per cápita muy baja y
enormes problemas. Y su imagen internacional como dictadura autoritaria no es
el menor de ellos, precisamente. Lo que sí es claro, y enseña la historia, es
que un papel predominante en lo económico es, tarde o temprano, seguido de una
relevancia similar en lo político. Muy probablemente caminemos a una
bipolaridad en muchos temas, y ese es un mundo más complejo que el de la
potencia única. Tocará adaptarse.
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