lunes, octubre 09, 2017

Vargas Llosa y Borrell, intelectuales al servicio de la verdad

La mayor falacia del nacionalismo es la de la uniformidad, su bálsamo de fierabrás para cualquier problema existente. Las apelaciones constantes a “el pueblo” son una muestra de cómo los nacionalistas reducen la sociedad en la que viven a algo caricaturesco, simplista, homogéneo…. Falso. Cada vez que un nacionalista evoca las palabras “pueblo”, “herria”, “Americans”, “volk” o similares se me ponen los pelos como escarpias, porque la historia demuestra cómo los nacionalistas han tratado de conseguir esa semejanza, esa uniformidad en la sociedad que dominan, que no es sino amputando, eliminando, lo que consideran extraño. El siglo XX es un constante ejemplo de la maldad que se esconde tras esta idea.

No, la realidad no es la homogeneidad. Vivimos en sociedades complejas, precisamente ricas por ello, en las que las ideas, opiniones, gustos, creencias y demás cuestiones que uno quiera ver se distribuyen entre todos los individuos de manera tan diversa como caótica. No se pueden identificar un pueblo elegido en base alguna, ni en la creencia de un mismo Dios ni en la de idéntico equipo de fútbol, por poner dos ejemplos de materias en las que la fe juega un papel muy importante. Para poder gestionar esta diversidad y no acabar enfrentándonos por casi todo, los humanos hemos inventado unas reglas mínimas de convivencia, las leyes, y la necesidad de que todos las respetemos para no acabar a palos unos a otros, dado que no podremos convencernos mutuamente de muchas de las bondades de la visión del mundo que tenemos cada uno. Precisamente es la política la manera en la que tratamos, en el día a día, de generar consensos sobre determinados aspectos de la vida, de la relación en común, y si ese consenso se da, tomamos decisiones. La búsqueda de utopías o paraísos sólo conduce a la desesperanza privada y a la frustración social, y normalmente acaba en catástrofe, como bien lo cuenta Kiko Llaneras en este artículo. Muchos han sido a lo largo de la historia los que han buscado estos caminos a la soñada arcadia feliz en la que los problemas no existan, pero esa arcadia es falsa, porque los individuos somos diferentes y tenemos distintas ideas de lo que nos hace feliz. “De buenas intenciones están empedrados los caminos de los cementerios” es un dicho muy familiar, y siniestro, que resumen bastante bien como acaban esos sueños de dicha colectiva. Lo curioso es que, durante años, especialmente en el pasado siglo XX, los llamados intelectuales, personas dotadas de una cultura y sapiencia mucho más alta que la de la media, fueron seducidos por muchos de estos sueños globales y acabaron defendiendo, en su nombre, algunas de las mayores barbaridades conocidas. El nazismo y el comunismo, los dos grandes males del pasado siglo, tuvieron a mentes brillantes en su defensa que, por encima de los horrendos hechos, seguían proclamando la bondad de unas ideas que no hacían sino generar dolor y sufrimiento por todo el mundo. En Francia, quizás el lugar en el que nació el concepto de intelectual y alcanzó su esplendor, se han vivido debates muy intensos sobre el papel de sus figuras más ilustres y sus complicidades con regímenes abyectos. Ahora mismo vuelve a cobrar fuerza ese debate, con la llegada de Macron a la presidencia, debido a su bagaje filosófico y a la necesidad de repensar el país y la sociedad que impone desde su agenda reformista. Si algo ha quedado claro con el tiempo es que el intelectual no puede lanzar su discurso desde la ignorancia de la realidad, desde la contradicción posible entre unas palabras abiertas y una doctrina cerrada que las acalla. Así, las causas nobles han ido desapareciendo, porque pocas lo son en su totalidad, y la propia imagen del intelectual comprometido se ha diluido. Muchos afirman que, tal como se llegó a entender, ya no existe.


Mario Vargas Llosa y Josep Borrel son dos personas de enorme inteligencia, conocimiento y experiencia vital. Y se encuentran uno frente al otro en la trinchera ideológica. Representan visiones contrapuestas de la sociedad, desde un liberalismo acusado hasta un socialismo comprometido, y se pondrán de acuerdo en muy pocas cosas. Pero en una sí. En que la libertad es necesaria para que sus ideas puedan ser expuestas y que sólo en sociedades abiertas el debate puede darse, y la discrepancia existir. Ayer, en Barcelona, dieron un gran ejemplo de lo que un intelectual puede aportar a un debate, de cómo una mente brillante puede lograr emocionar y, de paso, derribar a una ideología que pretende totalizar “un pueblo”. Su testimonio nos ayuda a todos.

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