La mayor falacia del nacionalismo
es la de la uniformidad, su bálsamo de fierabrás para cualquier problema
existente. Las apelaciones constantes a “el pueblo” son una muestra de cómo los
nacionalistas reducen la sociedad en la que viven a algo caricaturesco,
simplista, homogéneo…. Falso. Cada vez que un nacionalista evoca las palabras
“pueblo”, “herria”, “Americans”, “volk” o similares se me ponen los pelos como
escarpias, porque la historia demuestra cómo los nacionalistas han tratado de
conseguir esa semejanza, esa uniformidad en la sociedad que dominan, que no es
sino amputando, eliminando, lo que consideran extraño. El siglo XX es un
constante ejemplo de la maldad que se esconde tras esta idea.
No, la realidad no es la
homogeneidad. Vivimos en sociedades complejas, precisamente ricas por ello, en
las que las ideas, opiniones, gustos, creencias y demás cuestiones que uno
quiera ver se distribuyen entre todos los individuos de manera tan diversa como
caótica. No se pueden identificar un pueblo elegido en base alguna, ni en la
creencia de un mismo Dios ni en la de idéntico equipo de fútbol, por poner dos
ejemplos de materias en las que la fe juega un papel muy importante. Para poder
gestionar esta diversidad y no acabar enfrentándonos por casi todo, los humanos
hemos inventado unas reglas mínimas de convivencia, las leyes, y la necesidad
de que todos las respetemos para no acabar a palos unos a otros, dado que no
podremos convencernos mutuamente de muchas de las bondades de la visión del
mundo que tenemos cada uno. Precisamente es la política la manera en la que
tratamos, en el día a día, de generar consensos sobre determinados aspectos de
la vida, de la relación en común, y si ese consenso se da, tomamos decisiones. La
búsqueda de utopías o paraísos sólo conduce a la desesperanza privada y a la
frustración social, y normalmente acaba en catástrofe, como bien lo cuenta Kiko
Llaneras en este artículo. Muchos han sido a lo largo de la historia los
que han buscado estos caminos a la soñada arcadia feliz en la que los problemas
no existan, pero esa arcadia es falsa, porque los individuos somos diferentes y
tenemos distintas ideas de lo que nos hace feliz. “De buenas intenciones están
empedrados los caminos de los cementerios” es un dicho muy familiar, y
siniestro, que resumen bastante bien como acaban esos sueños de dicha
colectiva. Lo curioso es que, durante años, especialmente en el pasado siglo
XX, los llamados intelectuales, personas dotadas de una cultura y sapiencia mucho
más alta que la de la media, fueron seducidos por muchos de estos sueños
globales y acabaron defendiendo, en su nombre, algunas de las mayores barbaridades
conocidas. El nazismo y el comunismo, los dos grandes males del pasado siglo,
tuvieron a mentes brillantes en su defensa que, por encima de los horrendos
hechos, seguían proclamando la bondad de unas ideas que no hacían sino generar
dolor y sufrimiento por todo el mundo. En Francia, quizás el lugar en el que
nació el concepto de intelectual y alcanzó su esplendor, se han vivido debates
muy intensos sobre el papel de sus figuras más ilustres y sus complicidades con
regímenes abyectos. Ahora
mismo vuelve a cobrar fuerza ese debate, con la llegada de Macron a la presidencia,
debido a su bagaje filosófico y a la necesidad de repensar el país y la
sociedad que impone desde su agenda reformista. Si algo ha quedado claro con el
tiempo es que el intelectual no puede lanzar su discurso desde la ignorancia de
la realidad, desde la contradicción posible entre unas palabras abiertas y una
doctrina cerrada que las acalla. Así, las causas nobles han ido desapareciendo,
porque pocas lo son en su totalidad, y la propia imagen del intelectual
comprometido se ha diluido. Muchos afirman que, tal como se llegó a entender,
ya no existe.
Mario Vargas Llosa y Josep Borrel
son dos personas de enorme inteligencia, conocimiento y experiencia vital. Y se
encuentran uno frente al otro en la trinchera ideológica. Representan visiones
contrapuestas de la sociedad, desde un liberalismo acusado hasta un socialismo
comprometido, y se pondrán de acuerdo en muy pocas cosas. Pero en una sí. En
que la libertad es necesaria para que sus ideas puedan ser expuestas y que sólo
en sociedades abiertas el debate puede darse, y la discrepancia existir. Ayer,
en Barcelona, dieron un gran ejemplo de lo que un intelectual puede aportar
a un debate, de cómo una mente brillante puede lograr emocionar y, de paso,
derribar a una ideología que pretende totalizar “un pueblo”. Su testimonio nos
ayuda a todos.
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