Hay muchas palabras, sentimientos
y expresiones para describir la resaca que se siente tras lo vivido ayer.
Muchos, esta mañana, camino al trabajo, no lo expresan en sus caras, porque son
las de todos los días, las del cansancio y la rutina, pero esa colección de
términos a la que antes me refería anida a buen seguro en el interior de sus
corazones, sabedores todos de la gravedad de lo vivido, de lo que queda por
vivir y la incertidumbre, enorme, que se abre tras una jornada que ya es
historia de España, y no precisamente de la más honrosa, sino todo lo
contrario, de la que deja huella negativa.
Tristeza es para mi el término
que lo resume todo. Tristeza al comprobar el fracaso de la política gracias a
la movilización fanatizada que el nacionalismo ha logrado convocar, engañando y
fingiendo. Tristeza al comprobar que la legitimidad de la nación pierde fuerza
en uno de sus más importantes territorios por la improvisación en la gestión
por parte de un gobierno que sigue a remolque de los acontecimientos, incapaz
de prever nada de lo que va a suceder. Y tristeza, enorme, porque miles de
personas vivieron ayer angustiadas, la mayor parte en sus casas, sin que
aparecieran por la tele, una jornada en la que la sinrazón se hizo con el
control de la situación. Las cargas policiales, menos aparatosas que las
registradas en muchas de las fiestas locales de verano de, sin ir más lejos,
los pueblos vecinos de Madrid, cubren hoy las portadas de unos medios de
comunicación de todo el mundo que, ajenos a lo que se juega en el fondo del
asunto, asisten entre asombrados y encantados a un espectáculo visual que les
proporciona todo el rédito posible. La imagen exterior de España es, hoy, mucho
peor de lo que lo era el pasado viernes. Es esa una victoria incontestable de los
independentistas, que es imposible de rebatir ni de ocultar. Su referéndum,
pantomima de un proceso democrático, ha sido un pucherazo digno de una
república bananera, con urnas llenas de votos cuando llegaban a los presuntos
colegios, posibilidad de voto múltiple y todo tipo de irregularidades que uno
pueda y quiera imaginarse. Pero
ese referéndum era sólo una excusa, un pretexto para poder declarar, alta y
clara, la independencia unilateral, arropados en la legitimidad de las
portadas de los medios de comunicación. A lo largo de esta semana, miércoles o
jueves a más tardar, Puigdemont y los suyos escenificarán, en otro acto que
cubrirá de bochorno el parlamento catalán, una independencia de salón, que no
irá a ninguna parte, que no será reconocida por nadie, que no tendrá efecto
alguno, pero que provocará un aumento, aún más, de la tensión política y social
en Cataluña y resto de España, que obligará al gobierno a aumentar su
intensidad legal frente a un soberanismo que hace tiempo que dejó de creer en
leyes que no sean las que él mismo dicta, y que aumentará, ahondará, la
fractura que ahora se vive en el seno de la sociedad catalana, que a cámara
rápida, vive un proceso de resquebrajamiento como el que se vivió durante
décadas en el País Vasco (afortunadamente para todos la situación catalana no
tiene mucho que ver con la vasca). Esa fractura social es lo único que tengo
claro que va a permanecer por mucho tiempo en la sociedad catalana, muchos
muchos años, y es el único factor que tengo claro que será previsible y
constante en el tiempo que nos queda por venir. Pero todo lo demás,
sinceramente, se me antoja incierto, confuso y, cada vez, más peligroso.
Esa tristeza ante el facaso se va
a trasladar hoy, muy probablemente, a los mercados financieros, donde es bastante
probable que la marca España quede tocada en forma de pérdida en el Ibex e
incremento de la prima de riesgo, y el conjunto de Europa va a sufrir el
rebrote de una tensión nacionalista que, desde luego, se observa con interés en
otras regiones como Escocia, Padania, Flandes o Córcega. Los países europeos
ven como despierta el monstruo del nacionalismo, en forma regional o con
formaciones nacionales tipo Frente Nacional, los del Brexit o AfD, y la UE, la
pobre UE, se convierte para muchos, también para mi, en la última esperanza para
evitar un desastre continental, o al menos para contener el que ahora mismo ya
se desarrolla en España. Tristeza, enorme tristeza es lo que siento.
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