Tras la victoria de Macron en las
presidenciales francesas de mayo un suspiro de alivio se escuchó en todo el
continente, y medio mundo si me apuran, al haber conseguido frenar el ascenso
de la ultraderecha en uno de los principales países de Europa. Se veía ese
momento como el del máximo auge de ese ciego populismo, y el inicio de una
senda de normalización, de vuelta a la cordura política. Cinco meses después,
la sensación vuelve a ser oscura. Los claros de mayo en cielo europeo se
vuelven a llenar de nubes, y el relanzamiento de la Unión se convierte, otra
vez, en un sueño lejano. Pintan bastos.
Este sábado, día extraño para
votar, se han celebrado elecciones en la república checa, un pequeño país
centroeuropeo en el que la economía marcha bien, el turismo llena las calles de
Praga, su capital, y afronta el futuro en la mejor de las posiciones posibles,
sobre todo si miramos su catastrófica historia a lo largo del siglo XX. El
ganador no ha sido el miembro de un partido tradicional, sino un millonario, el
segundo hombre más rico del país, al que apodan el Trump checo, y motes
como este nos indican ya algo sobre su programa. Andrei Babis, que así se llama
el personaje, encabezaba la Alianza de Ciudadanos Descontentos, un partido populista
cuyas siglas en checo, ANO, darían mucho juego en una campaña española. Tras
él, a cierta distancia, han quedado tres partidos casi empatados. Los
conservadores clásicos, el partido pirata y la extrema derecha, cuyas siglas
checas, SPD, no deben confundirse con los socialdemócratas alemanes. Por detrás
de todos ellos, los socialdemócratas checos, derrumbados, que pasan de
controlar al gobierno a ser irrelevantes. Es muy probable una coalición entre
el millonario y la extrema derecha, por lo que Chequia se radicalizará en sus
postulados. Este país forma parte, junto a Eslovaquia, Polonia y Hungría, del
denominado “grupo de Visegrado” alianza de países del este europeo,
pertenecientes a la UE, pero muy críticos con sus políticas, especialmente en lo
que hace a inmigración, refugiados y liberalismo. Estas cuatro naciones llevan
un tiempo coordinando sus políticas para enfrentarse a los dictados de
Bruselas, negándose a acoger refugiados, adoptando cambios legislativos que
cercenan la separación de poderes y las libertades públicas y, en definitiva,
realizando una regresión de la democracia que se impuso en esos países tras la
caída del muro de Berlín. Triste es contemplar que, justo los que más tiempo
han pasado oprimidos por el yugo de la dictadura sean los primeros en querer
emular sus formas. Hasta ahora este grupo de Visegrado era un incómodo problema
para la UE, pero su escaso tamaño relativo frente al resto de naciones lo hacía
controlable. Eso ya no va a ser exactamente así, por dos razones. Una es que ya
no van a ser sólo ellos. A
mediados de mes las elecciones austriacas ofrecieron un panorama muy similar,
en este caso ganadas por un jovencísimo líder de derechas de 31 años, pero con
la presencia muy destacada en los resultado de la extrema derecha y su más que probable
incorporación a la coalición de gobierno. Así, los de Visegrado pueden llegar a
ser cinco, y convertirse en un grupo de presión relevante. La otra razón es que
el impulso por parte de las cinco grandes naciones europeas está debilitándose,
y no hace falta ser un lince para verlo. Las elecciones alemanas de septiembre,
que se veían como la segunda vuelta de las francesas de mayo para aportar la
estabilidad deseada, fueron frustrantes. Sí, ganó Merkel, pero perdió votos y
estabilidad, y sigue a día de hoy negociando la llamada coalición Jamaica con
liberales y ecologistas, de la que saldrá un tímido programa europeísta, siendo
generosos. El ascenso de la extrema derecha alemana fue incluso mayor que lo
esperado, pero afortunadamente allí el cordón sanitario funciona y no tocarán
poder federal. Pero harán ruido y condicionarán los debates, no lo duden.
¿Y el resto? Reino Unido está de
salida en medio de un marasmo propio que mantiene dividida a la nación y a los
dos principales partidos. En España ni les cuento el lío que tenemos con
Cataluña, que ahora mismo lo absorbe todo y nos puede llevar por el camino de
la (aún mayor) amargura, y en Italia, con elecciones previsiblemente en
primavera, Berlusconi amenaza con volver y el movimiento populista Cinco
Estrellas sigue muy fuerte. Sólo nos queda París, como decían en Casablanca,
con cuatro años y medio de Macron en el Eliseo, pero eso no basta para mantener
el impulso de la UE. Tras haber sobrevivido al marasmo económico, la Unión debe
enfrentar al ascenso populista, en forma de nacionalismos nacionales o
regionales, todos igual de malos. Sigue Draghi al frente del BCE, nuestra mayor
baza, pero las nubes, ya las ven, se cierran sobre nuestras cabezas.
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