La tradición de los tiroteos
indiscriminados en EEUU es algo que, sinceramente, se me escapa. Cuando uno
vista aquel país y ve torres en los pueblos se imagina a un demente subido en
una de ellas disparando, como en tantas y tantas ocasiones ha sucedido. El
número de fallecidos por arma de fuego en el país es enorme y, si lo medimos
per cápita, resulta asombrosa y alarmantemente alto para los estándares
europeos. Una sola cifra; el
18 de septiembre Chicago alcanzó su asesinato número 500 en lo que va de año.
Su área metropolitana, hasta el final, tiene 9,7 millones de habitantes, un
poco más que Madrid y Castilla y León. Comparen el ratio de asesinatos.
Lo
sucedido ayer en Las Vegas va mucho más allá del caso de asesinato típico, o
incluso múltiple. Un jubilado, Stephen Paddock, de 64 años, residente en
una localidad a unos cien kilómetros de la ciudad, y del que nada se sabía
antes de que sucedieran los hechos, ha causado la mayor matanza por arma de
fuego en el país, disparando sin cesar decenas de armas automáticas desde la
ventana de su habitación en el piso 32 del hotel Mandalay, sobre una multitud
de decenas de miles de personas que asistían a un concierto de música country.
Lo sucedido no parece tener relación alguna con el terrorismo islamista, aunque
los aprovechados de DAESH han tardado poco en apuntárselo en la cuenta de sus
éxitos, y parece más bien la actuación de lo que se denomina “lobo solitario”
pero sin vinculaciones yihadistas. En todo caso, lo que ha perpetrado Paddock
es el sueño húmedo de muchos terroristas, una acción que se enmarca por
completo en lo que entendemos como terrorismo y que deja un balance tan
horrible como enormes las preguntas. Ahora mismo son 59 los muertos y cerca de
500 los heridos, muchos de ellos de gravedad, por lo que no sería de extrañar
que este macabro balance crezca a lo largo del día. Al parecer eran decenas las
armas que este hombre había acumulado en su habitación del hotel, y no
precisamente de pequeño tamaño. Fusiles automáticos debían llenar los armarios
y parte de la habitación, junto con sus cargadores de balas. ¿Cómo alguien
puede comprar semejante arsenal y no despertar sospechas? ¿Cómo se puede meter
toda esa cantidad de armas en el interior de un hotel sin que ningún sistema de
vigilancia las detecte? En tiempos de Big data las compras que realizó Paddock
debieran haber hecho saltar algún tipo de alarma en servicios federales o del
estado. Al parecer también en su casa se ha encontrado un arsenal de grandes
proporciones, lo que demuestra que a este hombre las armas le iban más que los
palos de golf, y a buen seguro a sus vecinos, que le dan mucho a los hoyos, les
llega constante publicidad de las empresas de venta de material deportivo, que
saben muy bien el número de utensilios que han adquirido para su vicio deportivo
matutino. En este caso el fracaso en la gestión de la información resulta,
cuando menos, llamativo. Dado que parece imposible que en EEUU se imponga un
control sobre la venta de armas, pese a lo lógico y necesario que parece, visto
desde el exterior, al menos se debiera establecer algún tipo de registro o
sistema que permita saber cuántas ha comprado cada uno, que arsenales están
dispersos por ahí y, en consecuencia, tratar de medir de alguna manera los
riesgos potenciales que se asocian a ello. Y ya puestos, por favor, no permitir
acceder a uno de esos enormes, repletos y lujosos hoteles de Las Vegas con
ninguna arma, porque episodios de este tipo pueden repetirse en el futuro, por
imitadores o por otro tipo de sujetos. Desde luego DAESH estará mirando lo
sucedido con atención y, seguro, cierta envidia de asesino admirador de la obra
de otro colega.
Las imágenes del ataque son
espeluznantes, y el que sea de noche hace que no podamos ver la muerte en su dimensión
física, pero el horror asociado a las ráfagas de los disparos sobre la multitud
es perfectamente palpable. La escena me recordó, al verla, a una versión
ampliada y al aire libre de lo sucedido en Bataclán, con ese cantante en el
escenario que se calla, enmudecido por las ráfagas de disparos, y el público,
miles en este caso, que comienza a chillar y huir ante lo que parece el fin del
mundo, y que se convirtió exactamente en eso para más de cincuenta personas. Las
Vegas fue ayer la capital mundial del horror, y los supervivientes jamás podrán
olvidar algo tan insoportablemente cruel.
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