Quizás
el balance del atentado aún se mueva, pero daría igual, es lo suficientemente
abultado para quedarse, otra vez, sin adjetivos para calificarlo. Un
comando islamista, formado por más de veinte atacantes, irrumpió el viernes en
una mezquita de una localidad del norte de la península del Sinaí, en Egipto, a
sangre y fuego. Candó las puertas y se dedicó a exterminar a todos los que se
encontrasen en el interior del templo. Con un uso indiscriminado de armas
automáticas y nulo de la conmiseración, el resultado no podía ser otro. Más de
trescientos muertos y algo más de un centenar de heridos, en una carnicería que
recuerda al de Mogadiscio de hace unas semanas, y que resulta insoportable.
Desde hace tiempo los grupos islamistas
actúan a discreción en el Sinaí, un territorio enorme, en su mayor parte
desértico, y que es desconocido para todo el mundo a excepción de los enclaves
turísticos de Sharm el Sheikj, en el Mar Rojo. Sus ataques se han centrado
contra las fuerzas del ejército egipcio, que apenas son capaces de controlar
una zona ya de por sí difusa. Pero en todo este tiempo no se habían visto
atentados contra la población civil ni, desde luego, nada parecido a lo que
pasó el viernes. Quizás esto sea una nueva muestra de hasta qué punto el
gobierno de El Cairo no es capaz de controlar ese territorio y la estrategia
islamista adquiere fuerza en él, asistida por retornados de la guerra de Siria,
huidos tras la derrota de DAESH, o más bien la erradicación de su califato
físico. Varios han sido los analistas que han defendido la tesis de que, a
medida de que DAESH perdiera territorio se convertiría en una banda terrorista
más “clásica” por así llamarla, realizando ataques dispersos mediante comandos,
contando para ello con seguidores en el terreno y la ayuda de combatienetes de
DAESH que, o bien retornados o escapados del extinto califato, apoyan a los
locales y les otorgan una capacidad letal dada su experiencia en combate
militar. Es por ello fácil de suponer que el riesgo de atentados islamistas en
el mundo ha crecido en estos días, y eso nos incluye a nosotros. Pero desde
luego también afecta a otros lugares, que nos pueden parecer remotos y
olvidados, pero en los que residen personas como usted y como yo, que viven,
sueñan, crecen y padecen. Egipto es una de las naciones más golpeadas por el
yihadismo, tanto por las víctimas causadas como por el daño, letal, provocado a
su industria turística, la principal en una nación carente de estructuras económicas
modernas. Su población crece de una manera desaforada, acercándose a los cien
millones de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales son jóvenes, carentes
de futuro laboral. Sumido en una crisis económica y regido por un militar, Al
Sisi, que llegó al cargo tras la revuelta que expulsó a Mubarak, la estabilidad
de Egipto es precaria, y atentados sádicos como el del viernes vuelven a
ponerlo de manifiesto. El gobierno de El Cairo, que no es capaz de crear
empleo, y ni siquiera puede poner orden en el territorio, por muchos galones
que exhiban sus dirigentes, se enfrenta a una situación de completa
deslegitimación frente a su población. En este caldo de cultivo el islamismo es
capaz de conseguir adeptos, quizás no los suficientes como para hacerse con el
poder, pero sí los bastantes como para pervivir y seguir royendo las
estructuras del país, debilitándolo, haciéndole daño y llevándolo a un callejón
sin salida. La situación de Egipto es, por lo tanto, grave, y requiere que el
resto de países le ayudemos en lo posible, tanto a vencer a los terroristas que
se han hecho fuertes en su territorio como a capear la crisis económica que
vice su sociedad.
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