Como una de esos repentinos giros
de guion que tan de moda se han puesto ahora en las series televisivas, la
muerte de Jose Manuel Maza, Fiscal General del Estado, este pasado sábado en
Buenos Aires, ha sido una sorpresa mayúscula para todos. Imposible de
prever, inesperada y fuera de todo rango de visión, la desgracia cayó sobre
este hombre de 66 años, en forma de proceso infeccioso que se complicó de
manera repentina, pasando del riñón al resto del cuerpo y haciendo que su vida
se deshiciera en apenas unas horas. Su familia y allegados deben estar igual de
tristes que de aturdidos por una noticia tan inesperada y cruel.
No quiero pensar en la muerte de
Maza en los planos habituales, léanse judicial o político, con el trasfondo de
Cataluña en todo momento, ni en si su actuación fue acertada o no en este
asunto y en otros que le costaron muchos disgustos, como la corrupción. No. Lo
que pensé al poco de enterarme de la noticia, y que me produjo el tradicional
escalofrío que me surge cada vez que pienso en el tema, es en lo volátil que es
nuestra propia vida, y que cualquier momento, el menos pensado, puede ser el
último. No nos paramos a pensarlo porque nos detendríamos, nos invadiría la
congoja y el miedo, y el cerebro no deja de generar ideas y ocupaciones para
tenernos entretenidos, lo mismo que lo que sucede a nuestro alrededor y quienes
nos rodean. En este caso incluso podría decirse que nuestros jefes realizan una
labor terapéutica. Accidentes, enfermedades, casualidades, fatalidades… cada
segundo que avanza nuestra vida es un paso ganado a la muerte del que no somos
conscientes y que, paradójicamente, nos acerca más a ella. En ocasiones como
esta, o cuando ese mal acontece en nuestro entorno cercano, pensamos en el
final, en el propio, y reflexionamos desde nuestra experiencia y creencia, pero
en general ese momento dura poco, porque como los silencios, nos enfrenta a una
pregunta a la que no podemos dar respuesta, y eso nos asusta. Evadimos el tema,
nos largamos a otra parte, física y emocionalmente, en la creencia de que eso es
algo que les pasa a los demás, y volvemos a sentirnos invulnerables ante la
muerte. En nuestra sociedad, en la que el infantilismo copa cada vez un espacio
mayor, no es que no se pueda pensar en la muerte, sino que se ha proscrito
hasta la tristeza. El bombardeo de la felicidad obligatoria resulta tan abusivo
como falso su mensaje, y nada, desde la enfermedad hasta el desempleo o cualquier
otro avatar negativo de la vida puede asumirse con congoja, sino que debe ser
relativizado y visto como una forma de aprender y autosuperarse, como una excusa
más para lucir una sonrisa frente a la adversidad y que todo quede aún más
lucido en nuestro público perfil de redes sociales. Pues mire, no. No. La
muerte, la tristeza y todo lo que ella provoca siguen ahí, cada día, mostrándonos
su amarga cara, y eludirla, esconderla, esconderse ante ella no es sino postergar
el inevitable momento en el que nos va a visitar, en nuestro entorno o en nosotros
mismos. No abogo por una obsesión, ni por sumergirse constantemente en
pensamientos nihilistas, pero sí actuar de una manera lógica, natural y adulta
frente a algo tan serio como es el morir. ¡Cuánto daño ha hecho “Mr Wonderful”
y toda esa falsa filosofía de la sonrisa permanente! ¡Hasta qué punto nos ha
debilitado para poder reaccionar ante una vida que, tantas veces, muestra una
faceta cruel y despiadada!
Dice Philip Roth, que sigue fiel
a su maldita promesa de no escribir más, que hacerse mayor es ir tachando
nombres de la agenda de conocidos, porque ya nunca podrás llamarles o contactar
de cualquier otra manera. Sesenta y seis años son pocos para dejar este mundo,
tras tantos de entrega profesional y, apenas uno, en lo más alto de la carrera
a la que se ha dedicado una vida de trabajo y sacrificio. Maza será recordado
como fiscal no tanto por sus decisiones como por ser el breve, el que murió en
su cargo al poco de haber llegado a su puesto. Su familia y amigos le lloran,
lo mismo que hoy, cada día, lo hacen los conocidos de cada uno de los que
fallecen en este mundo, miles, cerca o lejos de nosotros, por los que se
derraman lágrimas, tantas veces escondidas.
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