lunes, noviembre 20, 2017

La muerte del Fiscal Maza

Como una de esos repentinos giros de guion que tan de moda se han puesto ahora en las series televisivas, la muerte de Jose Manuel Maza, Fiscal General del Estado, este pasado sábado en Buenos Aires, ha sido una sorpresa mayúscula para todos. Imposible de prever, inesperada y fuera de todo rango de visión, la desgracia cayó sobre este hombre de 66 años, en forma de proceso infeccioso que se complicó de manera repentina, pasando del riñón al resto del cuerpo y haciendo que su vida se deshiciera en apenas unas horas. Su familia y allegados deben estar igual de tristes que de aturdidos por una noticia tan inesperada y cruel.

No quiero pensar en la muerte de Maza en los planos habituales, léanse judicial o político, con el trasfondo de Cataluña en todo momento, ni en si su actuación fue acertada o no en este asunto y en otros que le costaron muchos disgustos, como la corrupción. No. Lo que pensé al poco de enterarme de la noticia, y que me produjo el tradicional escalofrío que me surge cada vez que pienso en el tema, es en lo volátil que es nuestra propia vida, y que cualquier momento, el menos pensado, puede ser el último. No nos paramos a pensarlo porque nos detendríamos, nos invadiría la congoja y el miedo, y el cerebro no deja de generar ideas y ocupaciones para tenernos entretenidos, lo mismo que lo que sucede a nuestro alrededor y quienes nos rodean. En este caso incluso podría decirse que nuestros jefes realizan una labor terapéutica. Accidentes, enfermedades, casualidades, fatalidades… cada segundo que avanza nuestra vida es un paso ganado a la muerte del que no somos conscientes y que, paradójicamente, nos acerca más a ella. En ocasiones como esta, o cuando ese mal acontece en nuestro entorno cercano, pensamos en el final, en el propio, y reflexionamos desde nuestra experiencia y creencia, pero en general ese momento dura poco, porque como los silencios, nos enfrenta a una pregunta a la que no podemos dar respuesta, y eso nos asusta. Evadimos el tema, nos largamos a otra parte, física y emocionalmente, en la creencia de que eso es algo que les pasa a los demás, y volvemos a sentirnos invulnerables ante la muerte. En nuestra sociedad, en la que el infantilismo copa cada vez un espacio mayor, no es que no se pueda pensar en la muerte, sino que se ha proscrito hasta la tristeza. El bombardeo de la felicidad obligatoria resulta tan abusivo como falso su mensaje, y nada, desde la enfermedad hasta el desempleo o cualquier otro avatar negativo de la vida puede asumirse con congoja, sino que debe ser relativizado y visto como una forma de aprender y autosuperarse, como una excusa más para lucir una sonrisa frente a la adversidad y que todo quede aún más lucido en nuestro público perfil de redes sociales. Pues mire, no. No. La muerte, la tristeza y todo lo que ella provoca siguen ahí, cada día, mostrándonos su amarga cara, y eludirla, esconderla, esconderse ante ella no es sino postergar el inevitable momento en el que nos va a visitar, en nuestro entorno o en nosotros mismos. No abogo por una obsesión, ni por sumergirse constantemente en pensamientos nihilistas, pero sí actuar de una manera lógica, natural y adulta frente a algo tan serio como es el morir. ¡Cuánto daño ha hecho “Mr Wonderful” y toda esa falsa filosofía de la sonrisa permanente! ¡Hasta qué punto nos ha debilitado para poder reaccionar ante una vida que, tantas veces, muestra una faceta cruel y despiadada!


Dice Philip Roth, que sigue fiel a su maldita promesa de no escribir más, que hacerse mayor es ir tachando nombres de la agenda de conocidos, porque ya nunca podrás llamarles o contactar de cualquier otra manera. Sesenta y seis años son pocos para dejar este mundo, tras tantos de entrega profesional y, apenas uno, en lo más alto de la carrera a la que se ha dedicado una vida de trabajo y sacrificio. Maza será recordado como fiscal no tanto por sus decisiones como por ser el breve, el que murió en su cargo al poco de haber llegado a su puesto. Su familia y amigos le lloran, lo mismo que hoy, cada día, lo hacen los conocidos de cada uno de los que fallecen en este mundo, miles, cerca o lejos de nosotros, por los que se derraman lágrimas, tantas veces escondidas.

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