Mucha razón tenía Javier Marías
en su columna de hace unas semanas cuando denunciaba con que intensidad y
frecuencia se procede al vaciado de las palabras, a su uso sin sentido, para
calificar cualesquiera que sean los hechos, más allá de si representan lo que
significan. Cuando todo es histórico, nada lo es, y ese término se convierte en
una cáscara hueca, desprovista de significado alguno, se transforma en letras
que caminan juntas, pero que hacia ningún sitio transitan. Y con ellas la
historia a la que hacen referencia se desdibuja y pierde valor. Destruir
palabras por su abuso es destruir los hechos que referencian.
Genocidio es uno de esos términos
que cada vez se utilizan con una mayor frivolidad, y que corre el riesgo de
convertirse en vulgaridad, en nada. La palabra se crea tras la II Guerra
Mundial para tratar de describir los horrendos asesinatos perpetrados contra
comunidades humanas, matanzas justificadas en ideología, creencias o criterios
culturales, y que buscan exterminar no sólo a un grupo de personas, que
también, sino a una colectividad, a una cultura, a una sociedad. Hace
referencia a un hecho de una crueldad y dimensiones difíciles de imaginar, y
trivializar este concepto es, en sí mismo, un hecho despreciable, que en el
fondo busca rebajar el mal cometido. Cuando uno escucha ese término por boca de
algunos dirigentes políticos de nuestros días refiriéndose a hechos
absolutamente ridículos algo se retuerce en el fondo del alma, al sentir como
miles de víctimas inocentes vuelven a ser masacradas en nombre de la falsedad.
El último de los crímenes perpetrados en Europa y que sí debe ser denominado
genocidio se produjo en los Balcanes, durante las guerras yugoslavas. En el
verano de 1995, en plena ofensiva servida sobre Bosnia, las tropas eslavas
encabezadas por el general Ratko Mladic, y espoleadas por el ideólogo Radovan
Karadzic, cercaron la localidad de Srebrenica, que en aquellos días contaba con
la presencia de un contingente de cascos azules de la ONU, de procedencia
holandesa. Mladic prometió que la toma de la ciudad, carente de defensas
militares, sería pacífica y que no se producirían víctimas si no se oponía
resistencia. Las tropas de la ONU salieron de allí, los militares serbios
entraron en la ciudad, y en pocos días cerca de ocho mil civiles fueron
asesinados de manera sistemática y organizada por el mero hecho de ser
musulmanes, de tener una lengua distinta a la serbia, por no ser de la etnia
elegida. Lo sucedido en Srebrenica tardó en llegar a la opinión pública, que no
lo asimiló en un principio como lo que realmente era, y fue el trabajo de los
periodistas el que permitió hacerse una idea de lo que allí había sucedido, en
medio de la más absoluta impunidad, y sin que nadie hiciera nada para evitarlo,
ni siquiera intentarlo. Posteriores derrotas serbias, especialmente tras
Kosovo, condujeron al derrumbe del sanguinario régimen de Slobodan Milosevic y
se “pudo” capturar a los responsables de las matanzas de años pasados, entre
ellos al psicólogo Karadzic y al general Mladic, y se pusieron en marcha una
serie de juicios en el Tribunal Penal Internacional, con el objeto de castigar a
los culpables y tranquilizar las conciencias de los que nada hicieron para
impedir que los hechos se produjeran. Ayer,
tal y como se esperaba, Ratko Mladic fue condenado a cadena perpetua, acusado
de un delito de genocidio, de destrucción de una población por causas
ideológicas, culturales religiosas o de origen. Mladic sí es un genocida, y
sobre él puede caer todo el peso, ominoso, de ese término. Y será utilizado con
propiedad, con la gravedad, inmensa, inabarcable, que se esconde tras sus
combinadas nueve letras.
Se
deduce de la lectura del artículo de hoy Guillermo Altares que muy amargas son
las lecciones del genocidio de Srebrenica, porque replica en su génesis y
desarrollo las matanzas acaecidas en la Guerra que todos juramos no volver a
vivir, y porque como indica el experto Laurecce Rees, “nunca ha fracasado
ningún genocidio por falta de voluntarios para asesinar". Ayer mismo la
condena de Mladic era seguida por partidarios del genocida, que lo jaleaban y
vitoreaban, portando camisetas con su efigie y reclamando, orgullosos, los
hechos que su héroe había cometido, deslegitimando el juicio y negando la
existencia de víctimas. Ese es el mal que atenaza, no sólo a Europa, y que
algunos, imprudentes, iluminados, suicidas, pretenden destapar nuevamente,
utilizar para su beneficio. Nunca, nunca, nunca. Es nuestra responsabilidad evitar
que vuelva a suceder algo así.
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