Este
pasado sábado estuve en un concierto de música antigua celebrado en una iglesia
del centro de Madrid. No pertenecía al ciclo del Festival de Arte Sacro que se
celebra ahora en la ciudad, pero se realizaba en paralelo. Algo más de media
entrada, que era de pago, en un edificio de buena acústica y muy baja
temperatura, y con la polifonía de Cristobal de Morales como protagonista
exclusivo. Actuaron Gradualia, formación
encabezada por Simón Andueza y en la que participó la soprano Delia Agúndez, a la que
conocía de anteriores conciertos. Polifacética y presenten múltiples proyectos,
la carrera de Delia es un gran ejemplo de lo bello, y difícil, que resulta ser el
trabajo del artista en un país donde tan poco se valora esta profesión.
Al
final del concierto me quedé un rato para felicitar a Delia por su actuación,
exquisita, como la del resto de cantantes, y entre una cosa y otra acabamos en
un local cercano tomando algo los artistas y algunos de los miembros del
público, a los que yo no conocía de nada. En una charla distendida, en la que
yo aprendía mucho más de lo que era capaz de aportar, la música fue el tema
fundamental de conversación, como era de esperar. Música en torno al concierto
que habíamos vivido, que todos calificamos como excelente, tanto que incluso
nos había permitido olvidar por momentos el frío de la iglesia. Y música como
forma de vida de todos los que allí estaban reunidos, como intérpretes en el
caso de los concertistas y como relacionados con ese mundo. Había un
chico que era crítico de la revista Codalario, y otros dos, con los que
tuve la oportunidad de charlar más en profundidad, que dedicaban su tiempo
musicológico a rescatar partituras de lugares en los que yacen escondidas y
abandonadas. Iglesias, monasterios, palacios, casas señoriales, edificios
ruinosos, su vida era un deambular por España tratando de convencer a los
dueños o gestores de lugares y posesiones de la necesidad de dar a conocer el
patrimonio que se atesora, y que tantas veces corre el riesgo de pudrirse y
perderse. En bastantes ocasiones habían tenido éxito, y algunos de los
conciertos del citado Festival de Arte Sacro antes comentado van a ser posibles
gracias a su labor. En otras ocasiones, no pocas, recurrían a argucias como
sacar fotos indiscretas de pergaminos roídos por el tiempo (y algunos
animalitos) sin que el responsable del archivo se diera cuenta. Y en no pocos
casos su historia era la del fracaso, la imposibilidad, el no acceso a las fuentes,
a veces ni siquiera a los lugares en los que se encuentran. Era una labora, tal
y como la contaban, apasionante, detectivesca y proclive a encontrar joyas,
pero también muy mal remunerada, a veces de ninguna manera, por lo que la vida
de esos chicos buscadores era, como mínimo, precaria. Trataban de encontrar
vías de ingresos alternativos, que les permitieran desarrollar su labor de
arqueólogos musicales, y todo ello les obligaba a una vida frugal y llena de
limitaciones. Y comentaba Delia, cuya carrera va viento en popa, que su caso
era igual, que la vida de autónomo es dura, se ingresa algo,
no se sabe muy bien cuanto, el día que se actúa, y al día siguiente nada es
seguro. Y comentaban todos ellos como los grupos asentados, los que tienen
nombre, muchas veces no pueden salir al extranjero porque no tienen dinero para
pagarse unos viajes que, otras naciones, sabedoras de la importancia de la
promoción cultural, sí cofinancian a sus grandes grupos musicales, que todos
conocemos, y que cuentan con ese colchón que les permite mostrar su calidad,
enorme, y hacer promoción comercial de su origen. Contamos en España con grupos
e intérpretes de igual calidad, eso ya es una evidencia, pero sin ese apoyo ni
músculo financiero que les permita girar y promocionarse, y de ahí que muchas veces
parezca que el nivel musical nacional es mucho menor. Qué errónea, e injusta,
percepción.
En
ese rato de conversación, que fue sumamente agradable e instructivo, me
encontré con un grupo de profesionales que, literalmente, daban su vida por
amor al arte, y que reflejaban muy bien la precariedad en la que se mueven
muchos profesionales de nuestro país, de diversos sectores y procedencias
(piensen en los periodistas, tantos falsos autónomos, empleados de restauración
y servicios, etc) agudizada en su caso por el abandono que el arte y la cultura
sufren en nuestro país, en muchos casos por la indolencia de gobiernos que,
esto es lo peor, reflejan el comportamiento de una gran parte de la sociedad. Poco
más puedo hacer que dar apoyo y sentir admiración ante estos estajanovistas de
la cultura. Y alentar para que todos los que puedan vayan a sus conciertos,
compren algún CD, les aplaudan y animen. Viven del favor del público.
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