En
el catálogo de horrores universales que se dan en nuestros días, la competición
está disputada y se centra en dos focos no muy alejados uno de otro, con un
común decorado desértico, arenoso y cálido, pese a estar en Febrero. Apenas nos
enteramos de lo que pasa en Yemen, inmerso en una cruel guerra, desatada por su
poderoso vecino Arabia Saudí, y en la que los enfrentamientos civiles se suman
a las luchas religiosas entre sunís y chiís, y todo ello aderezado con una
epidemia de cólera que crece sin cesar y que mata tanto o más que la propia
guerra. Como de eso no sabemos nada ni vemos imágenes, ni nos indigna ni
impresiona, y en el desconocimiento encontramos la excusa para la inacción.
Para
el caso de Siria tenemos que recurrir a otro tipo de excusas para argumentar
nuestra indiferencia, porque poco y mal, que ya se encargan los combatientes de
que así sea, pero algo nos enteramos de lo que allí sucede, y cada día supera
en horror al anterior. Alepo se convirtió hace un año en un remedo de
Stalingrado, con menos víctimas, pero igual crueldad urbana, infinita y
desatada. La caída de la ciudad en manos de las tropas del régimen de Asad y
sus amigos iraníes y rusos supuso el exterminio de la oposición, y en este caso
no estoy recurriendo a metáforas literarias, y la pacificación que siempre
llega tras la conversión de lugares habitados en cementerios. Y con ello Alepo
desapareció de los titulares. Parecía que la guerra de Siria se acababa, y eso
siguen afirmando los expertos, que su final está cerca, una vez que las tropas
aliadas del régimen acaben con todos los reductos de insurgencia. Y uno de esos
últimos bastiones rebeldes es Guta, un enclave muy cercano a la propia ciudad
de Damasco, que está siendo golpeado con saña y fiereza por parte del régimen
para destruirlo del todo y anexionarlo a la zona controlada por Asad, quizás con
vistas a una futura negociación de paz (qué hipocresía) en la que cada ciudad y
trozo de arena controlado supone una ventaja más en torno a una mesa
diplomática. Por cientos se cuentan los fallecidos en estos últimos días en
Guta, masacrados por la aviación del régimen y las fuerzas rusas, que laminan
sin cesar la zona, sin distinguir si el objetivo que alcanzan es un combatiente
rebelde, un islamista, un yihadista, un kurdo o un civil ajeno a todo. Da
igual, el objetivo de la campaña es laminar Guta, exterminarlo, convertirlo en
otro erial en el que, si nadie queda, nadie pueda ser opositor al régimen. Las
reglas de la guerra, arcaicas convenciones de caballeros de épocas pasadas,
hace tiempo que fueron olvidadas en los conflictos entre hombres, y en Guta se
dispara de manera indiscriminada, se bombardea sin precisión alguna con cargas
brutas, esos llamados “barriles bomba” que destruyen edificios completos sin que
sea posible controlar el lugar de su impacto ni su posterior deflagración, y
abundan los testimonios de heridos que están afectados por cloro y otras
sustancias químicas, nueva muestra de que el régimen de Asad no ha dejado nunca
de usar armamento no convencional, de destrucción masiva si lo prefieren, pese
a los bloqueos y admoniciones de una acobardada, e inútil, comunidad
internacional. En una muestra de quién y cómo se controla la guerra de Siria,
portavoces del gobierno ruso han anunciado que en breve se pondrán en marcha
corredores humanitarios en Guta, para
cumplir la petición de la ONU de un alto el fuego. Quizás por esos
corredores transiten gatos y perros, únicos supervivientes de la ciudad, ya se
encargarán Asad y sus socios (y jefes) rusos e iranís de “regular” el tráfico
de personas.
Y
mientras tanto, hora tras hora, día tras día, la muerte se enseñorea de Guta,
convierte a los hospitales en morgues, incapaces de realizar cualquier tipo de
asistencia sanitaria en unas condiciones que son inimaginables para cada uno de
nosotros, y las
voces de algunos de los residentes allí, de los que sobreviven, usan Twitter y
otras redes sociales para relatarnos su horror, para “molestarnos” a la
hora de comer y cenar con, otra vez, la interminable guerra de Siria. Esa “molestia”
es una llamada de auxilio a la que no contestamos en el pasado, a la que no
contestamos ahora, y a la que, probablemente, no vamos a contestar nunca. La
tragedia Siria es su guerra, y nuestra indiferencia, el mantener la duda de si
pudimos hacer algo para evitar este horror y, siendo capaces, no quisimos.
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