viernes, febrero 02, 2018

Polonia, el Holocausto y la deriva nacionalista

No se crean que el nacionalismo, mal que asola Cataluña y tanto dolor nos provoca, reside sólo en la cabeza bien poblada de Puigdemont y sus secuaces, o en el nuevo casoplón que se ha alquilado a las afueras de Bélgica (pirado, sí, pero forrado y con pudientes amigos). Esa epidemia se extiende por otras muchas partes. Cuando Trump pregona su “America first” está ejerciendo un nacionalismo excluyente, lo mismo que los defensores del Brexit. En los países del este de Europa, los últimos incorporados al club de la UE, el nacionalismo ha arraigado con fuerza y, triste, ante una de las mayores oportunidades de desarrollo de su historia, no hacen más que poner palos en la rueda, en una actitud tan absurda como perjudicial.

Como muestra manifiesta de esta deriva, irracional, aprobó ayer el parlamento polaco una ley en la que impide vincular al país y a sus ciudadanos con el Holocausto, cuyo día internacional se conmemoró este pasado sábado, aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. La ley impone multas y penas de cárcel a quien afirme que Polonia o algún polaco participó en todo aquello, en lo que no es sino una aberrante, y falsa, forma de tratar la historia y a los que la protagonizaron. Si ayer me refería a Orwell como creador de la imagen del totalitarismo, la ley polaca parece recién salida de ese Ministerio de la Verdad que tanto protagonismo tenía en 1984, que sancionaba las mentiras como fuente de realidad y reescribía la historia en todo momento. Polonia fue anexionada al III Reich en 1939 y gestionada como una provincia más, partida primero tras el acuerdo Molotov Ribbentrop y luego totalmente ocupada tras el lanzamiento de la operación Barbarroja para la conquista nazi de la entonces URSS. Auschwitz y otras instalaciones nazis estaban en Polonia, y en ellas colaboraron, trabajaron, sirvieron, estuvieron… da igual el verbo que usemos, personas de nacionalidad alemana, y de muchas otras. Algunos ciudadanos alemanes confraternizaron con el régimen del terror y le sirvieron, bien por convicción o por obligación, muchos huyeron, miles fueron asesinados en un proceso de destrucción de la nación polaca en la que tanto nazis como soviéticos se emplearon a fondo (el episodio de la matanza del bosque de Katyn sigue siendo olvidado por muchos), y la realidad de lo que pasó en aquellos años es tan horrenda y compleja que produce casi más pena que ira que el actual gobierno polaco apruebe semejante legislación. La base ideológica que sustenta esa ley no es otra que la de la uniformidad, la ideología nacionalista del “buen polaco”, del ciudadano patriota unido a la nación pura que lo acoge y protege. En ese sueño ideal de todo nacionalista su mundo es pleno, feliz, superior, frente a todos los demás, oscuros e inferiores que son enemigos. En Polonia, pura y prístina, no pudo haber campos de concentración ni nada por el estilo, nunca se ejecutó a nadie, nunca un polaco colaboró con actos semejantes. Todo vino de fuera, era ajeno, extraño, extranjero. Es absurdo, ¿verdad? Es infame que se pretenda reescribir una historia que todos debiéramos recordar, porque ha marcado nuestro continente, y gran parte del mundo, tras el horror que supuso su existencia. El texto de esa norma no sólo es una gran mentira, que también, sino una forma de supremacismo, ahora lo podemos apellidar polaco, que trata de elevarse sobre todo y contra todo, y que no es sino un reflejo de un gobierno e ideología que ahora, desde Varsovia, traiciona la libertad que tanto anhelaba la sociedad polaca y que Solidaridad y otros movimientos alentaron en los oscuros años de la dictadura soviética. El autoritarismo implantado en el régimen polaco crea estos frutos. Es desolador.

Y para dar la razón a aquel que dijo que lo único que se aprende de la historia es que no se aprende de la historia, prueben a cambiar el discurso que inspira la ley polaca y, donde pone Polonia, sustitúyanlo por Cataluña, Euskadi, Alemania, España, Reino Unido, Francia, etc. Las sociedades se componen de individuos diversos, diferentes, de opiniones, creencias y gustos dispares, y todo nacionalismo trata de oprimir esa diversidad para obtener su pura patria, altar en el que sacrificar a los que no comulguen con el credo verdadero. Este mal, que arrasó Europa y gran parte del mundo en el siglo XX, despierta nuevamente, y nos debe poner otra vez en guardia para combatirlo. En Cataluña, en Polonia, en donde sea. La libertad vale más que cualquier patria.


Subo a Elorrio este fin de semana y me cojo festivo lunes y martes. Intenso temporal de invierno el que se prevé, así que cuidado en las carreteras y ojo a las declaraciones del director de la DGT. Si no pasa nada raro, nos leemos el miércoles 7 de febrero.

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