Cuando
el viernes comenté en el trabajo que iba este fin de semana a visitar la exposición sobre Auschwitz que se exhibe en el
Canal de Isabel II hubo varios comentarios de desaprobación por parte de
algunos compañeros, sobre el mal rollo que genera algo así y sus nulas ganas de
visitarlo. No comparto su idea, creo que es una exposición a la que todos
debemos ir, pero sí pensé, en mi interior, que ellos no la necesitan, porque el
nombre de ese lugar permanece asociado al horror en su dimensión más profunda y
horrible. Mientras esa asociación perviva, será difícil que vuelva a repetirse
algo así. Mis compañeros se horrorizan al escuchar Auschwitz. Y eso es bueno.
Ojalá pasase lo mismo con toda la humanidad.
La
exposición es enorme, densa e intensa, no cae en el dramatismo fácil ni en la
sensiblería, y supone un viaje por la historia de Europa desde el inicio de las
teorías eugenésicas y nacionalistas hasta el auge del régimen nazi, pasando por
épocas decisivas como la Primera Guerra Mundial o los turbulentos años de
Weimar, marcados por la hiperinflación, la inestabilidad y el desorden. La
documentación que se exhibe es abundante y los textos, muy bien trabajados,
explican al visitante no experto el desarrollo de unas ideas que, como se
anunciaron desde sus inicios por parte de los jerarcas nazis, sólo podían
acabar en algo similar a la Solución Final, aunque nadie pudiera creérselo
entonces (cuesta incluso asimilarlo ahora). Al principio hay una breve
introducción a la imagen del campo de exterminio, a la sensación de los presos
y a elementos icónicos de ese lugar, como son los trenes, los zapatos o los
pijamas de rayas que llevaban los desdichados que moraban tras sus alambradas,
pero rápidamente el visitante se sumerge en el devenir histórico que le va
relatando años y años de la historia más cruel y absurda de Europa, de una
Europa de la que somos hijos. El desarrollo de la II Guerra Mundial se explica
de manera breve haciendo más hincapié en la evolución de los métodos genocidas
nazis, basados inicialmente en los fusilamientos masivos que desarrollaban los
grupos de las SS en las localidades conquistadas y en la experimentación de
formas más “eficientes” de eliminación. Los campos de concentración que existieron
desde el principio del régimen, inicialmente en suelo alemán, pero luego ya
extendidos en todas las zonas ocupadas, fueron lugares en los que venenos,
gases tóxicos y otro tipo de sustancias fueron testadas en los sujetos
retenidos y eliminables, primero aquellos considerados infrahumanos, como
deficientes mentales, incapaces, o pacientes psiquiátricos, y luego todos
aquellos que el régimen considerase como susceptibles de ser exterminados.
Auschwitz tiene una historia ideológica, sí, que es la fundamental, pero
también una técnica y científica, que es la que acaba generando el inmenso
complejo de campos de concentración en el este de Europa y su eficacia a la
hora de lograr la eliminación de los allí recluidos. El papel que en este
sentido jugaron las industrias alemanas, con IG Farben a la cabeza en el caso
del complejo polaco, es innegable, y se muestra en la exposición de manera muy
clara. Esa empresa montó una enorme planta de fabricación de goma sintética en
los alrededores del campo, en la que empleaba como esclavos a algunos de los
que no eran directamente seleccionados para el exterminio, de tal manera que el
Auschwitz no es sólo una prisión, o un campo de exterminio, sino un complejo de
instalaciones destinadas a la eliminación de personas y a la obtención de
beneficio a mayor gloria del Reich. Allí se junta la locura asesina más
refinada con la explotación laboral y el genocidio con la cuenta de resultados
y la I+D+i aplicada. Un escenario de pesadilla, inmenso en todos los sentidos,
que muestra como la tecnología y planificación más desarrollada de su época se
destinan, en su integridad, al puro horror. No hay consuelo alguno en aquel
lugar.
El
último punto de la exposición se titula “el mundo perdido” y es un video de
unos pocos minutos en los que se ven distintas escenas de personas europeas, de
distintos orígenes, procedencias y credos, todas ellas a lo largo de los años
treinta. Se ven bailes, celebraciones familiares, paseos por las calles,
compras en tiendas, cosechas en el campo…. Esas personas son iguales que usted
y yo. La tecnología que usan es distinta, pero lo que viven y sienten es lo
mismo. Ellas habitaban un mundo que, en apenas unos años, se convertiría en lo
más parecido al infierno que uno es capaz de imaginar, y eran incapaces siquiera
de preverlo. Acongoja ver sus caras, gestos, sonrisas, miradas a cámara, llenas
de ingenua normalidad. El lema de la exposición “No hace mucho. No muy lejos”
se refleja en cada uno de esos rostros y nos recuerda que de nosotros depende
que nunca nada como eso se vuelva a repetir.
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