En
pocas ocasiones un acto tan solemne y académico como es el de la concesión de
un gran premio literario ha estado tan pegado a la actualidad. Ayer Sergio
Ramírez, escritor nicaragüense del que poco puedo contarles porque nada he
leído de su obra, recibía
el Cervantes en el paraninfo de la Universidad de Alcalá y se lo dedicaba a sus
compatriotas fallecidos en los disturbios que, desde hace unos días, se
suceden en Managua y otras ciudades del aquel país centroamericano. Ramírez,
que ocupó puestos en el poder tras el triunfo de la revolución, los dejó
pronto, decepcionado por lo que veía y la traición a sus ideas. Ayer su
discurso fue de una enorme talla política y humanística, amén de buena
literatura.
Nicaragua
es una de esas naciones que se encuentran en el ideario del “progre” occidental
desde el nacimiento de ese concepto. Junto con Cuba, constituye el conjunto de
paraísos latinoamericanos, al que en estos últimos tiempos se le ha unido
Venezuela. Curiosos paraísos estos, llenos de pobreza y miseria, de los que
todos quieren escapar, y de los que tan bien hablan esos “progres” pero que se
niegan a vivir en ellos. Los admiran desde la distancia, siempre varios miles
de kilómetros de por miedo, no vaya a ser que se acerquen demasiado a la
utopía. La historia de las últimas décadas de Nicaragua es la de un país
torturado por la guerra y la violencia, externa e interna. Tras años de
dictadura, la revolución sandinista, que encarnaba el mensaje de liberación del
tercer mundo tan en boga en los setenta, triunfó y derrocó al régimen de
Somoza, que robó y explotó a la población del país hasta el hartazgo. Los
sandinistas eran uno de los brazos armados de la izquierda comunista en
latinoámerica, y su llegada al poder fue vista por EEUU como un peligro, y más por
la cercanía geográfica, y no dudó en armar a una guerrilla para que combatiera
a los nuevos dirigentes revolucionarios. La llamada “contra” de Eden Pastora
sirvió para extender una especie de guerra civil sobre el país y asolarlo aún
más en la pobreza, y de paso legitimar al régimen sandinista. Operaciones
conocidas con posterioridad, como la “Irán contra gate” de Oliver North dejaron
al descubierto las sucias artes norteamericanas y el mal que estas habían
generado. La derrota de la contra dejó vía libre al sandinismo, encarnado en su
líder Daniel Ortega, para regir los destinos del país y, poco a poco, dejó de
ser un foco de atención mediática internacional. Con los años lo único que era
seguro de las noticias de Nicaragua era la omnipresencia de Ortgea, que
empezaba a adoptar poses y actitudes familiarmente dictatoriales. El de Ramírez
fue de los primeros abandonos, pero a él le sucedieron otros muchos, asqueados
ante el rumbo de una revolución que cada vez se parecía más a la dictadura
castrista. Ortega en estos años ha ido acumulando poder, autosucediéndose
mediante elecciones y plebiscitos más o menos amañados y poniendo a su núcleo
cercano al frente de los resortes de la nación, empezando por su mujer, a la
que ha nombrado vicepresidente, en un movimiento de nepotismo familiar bastante
ajeno a la clásica dictadura comunista. Cierto es que en estos regímenes se
crean dinastías que se suceden en el poder, como los Castro en Cuba o, la
perfección, los Kim en Corea del Norte, pero darle poder a la mujer de uno es
menos habitual: ortega también ha sido acusado de abuso de menores y otros
delitos poco habituales en estos casos, donde la corrupción suele estar en el
centro de todas las acusaciones. La entrada de capitales chinos en los últimos
años, con el anuncio de faraónicos proyectos como el del ese canal alternativo
al de Panamá por el lago Managua, no ha impedido el empobrecimiento generalizado
de la población nicaragüense y el control del régimen de Ortega sobre sus súbditos,
dado que así los trata, ha ido a más a medida que las condiciones sociales se han
deteriorado.
Un
proyecto de reforma de las cotizaciones sociales, que disimula una subida de
esos impuestos a todos los ciudadanos y empresas del país, ha
sido la gota que ha colmado el vaso del hartazgo social, y ha desencadenado
protestas ante las que Ortega ha ordenado actuar, al ejército y al policía,
con fiereza desmedida, para acallarlas con balas y miedo. Más de una veintena
son los muertos contabilizados en este, que ya es el mayor desafío al régimen desde
que liquidó la amenaza de la contra, y no está nada claro si las cesiones que
ha prometido Ortega lograrán salvarlo de la revuelta. Con la economía en estado
comatoso, Nicaragua enfrenta jornadas muy difíciles por delante. Ojalá sus
ciudadanos puedan alcanzar una democracia plena y una recuperación que les saque
de su pobreza.
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