Ha
sucedido lo que era de esperar, y otra vez los agoreros y charlatanes se han
quedado sin su prometido, y falso, espectáculo de catástrofes. La Tiangong-1,
el primer prototipo de estación espacial desarrollada por China, que se puede
traducir como “Palacio celestial” (no les faltan ni ambición ni cursilería) acabó
volatilizada sobre el Pacífico Sur en la noche del 1 al 2 de abril, horario
español. Las ocho toneladas del dispositivo se calcinaron en la reentrada
con la atmósfera y es poco probable que piezas de un tamaño superior al tapacubos
de un coche llegasen a impactar sobre la superficie del agua. Ahora, lo poco
que resistió la entrada, yace en el fondo del mar.
Ha
sido el de la Tiangong-1 un caso interesante para los que nos gustan las
cuestiones espaciales, porque durante unos días se ha hablado de ello en los
medios, y a la vez, nuevamente la decepción se ha apoderado de los aficionados
a la materia al comprobar la frivolidad con la que los citados medios han
tratado el tema. La noticia se ha enfocado, desde el primer instante, desde el
alarmismo más exagerado, haciendo hincapié en los riesgos derivados de la
caída, en el peligro que suponía la reentrada y el posible impacto de los
restos contra enseres, edificios y persona, y todo ello con un cierto toque de
misterio y dramatismo que ayuda a vender cualquier historia. Nada de eso había.
Divulgadores de verdad han reiterado una y mil veces que la Tiangong-1 no era,
ni mucho menos, el mayor objeto que ha caído sobre la Tierra, que en su
práctica totalidad se iba a deshacer cuando entrase en contacto con la dura
atmósfera y que era muy muy muy difícil que lo poco que llegase a Tierra
impactara contra algo, y menos probable aún que lo detectásemos en ese momento.
Tres cuartas partes de la superficie de la Tierra son agua, y del resto es muy
escaso el terreno en el que hay asentamientos humanos, basta pensar en los
enormes desiertos y estepas que se extienden por África y Asia. La probabilidad
calculada de que un fragmento llegase a darle a algo o alguien era del orden de
miles de millones a la menos uno, bajísima, ridícula, mucho menor que la de
algo tan improbable como acertar en la lotería primitiva, pero aun así el auténtico
bombardeo ha sido el de los que aseguraban el riesgo certero, el miedo a que,
como temía Astérix, el cielo se desplomase sobre nuestras cabezas en forma de
chatarra china, lo que a algunos les acrecentaba aún más los miedos. Huelga
decir que frente a la divulgación científica seria y responsable, declaraciones
de este tipo son de lo más contraproducente, pero como pasa en otras facetas de
la vida, parece que los divulgadores de verdad venden menos que los agoreros, y
los medios hacen mucho más caso a los que les pueden elevar las audiencias que
a los que les cuentan la verdad, que suele ser mucho más interesante que los
cuentos de charlatanes. No es la primera vez que, ante un suceso similar,
vivimos emociones del mismo tipo, basta recordar las payasadas de Paco Rabanne cuando
la Mir rusa retornó, y su teoría de que acabaría con la ciudad de París. Y como
el laboratorio chino, la MIR se calcinó en la reentrada y poca cosa llegó a
depositarse sobre un mar que la tragó por completo. Y Rabanne siguió vendiendo perfumes
y trapos sin que nadie le exigiera responsabilidades por su alarmismo
¿Lecciones
prácticas de lo sucedido? Muchas, relacionadas todas ellas con la importancia
de los satélites espaciales, su seguimiento y evolución, y sobre todo, un
acicate aún mayor para mantener la divulgación científica en lo más alto. Sólo
la ciencia verdadera, bien contada, es capaz de vencer bulos y patrañas, hoy
tan en boga, que esta vez estaban disfrazadas de peligrosos proyectil espacial.
Y además, no lo olviden, la verdadera ciencia es mucho más interesante,
atractiva, divertida y espectacular que cualquier catástrofe de pacotilla que algunos
iluminados puedan inventarse. Y para los medios de comunicación, otra vez, la
necesidad de ser rigurosos y no caer en el sensacionalismo, venda o no.
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