Tres
han sido las votaciones celebradas en Westminster esta semana dentro del
inacabable proceso del Brexit, que han deparado un resultado conjunto que nos
deja en zona de sombra, de duda e incertidumbre. La primera de ellas, perdida
por May, descartó el acuerdo alcanzado con Bruselas, y con ello la alternativa
de salida menos dañina. La segunda, el miércoles, rechazó salir sin acuerdo,
por lo que descartó la alternativa de salida más dañina para todos, y
la celebrada ayer acordó solicitar una prórroga de la entrada en vigor del
Brexit, prevista para el próximo 29 de marzo, buscando ganar tiempo para
dedicarlo a no se sabe muy bien qué.
Dentro
del absoluto caos que es todo este proceso, lo único que parece claro es que el
Reino Unido no sabe lo que quiere y que no hay manera de llegar a parte alguna
con la profunda división que se sufre en su sociedad y sistema político. La
locura que empezó con el condenado referéndum de junio de 2017 (maldito seas,
David Cameron) ha fracturado a aquella nación de una manera, no se si
irremediable, pero si profunda y duradera. No hay estructura que no se haya
partido en torno a esta cuestión, y7 el derroche de esfuerzos que supone este
debate está agotando no ya la flema británica, sino su propio espíritu. Los principales
partidos británicos son meras carcasas rotas que alojan guerrillas internas de
intensidad desconocida entre antaño partidarios de siglas e ideologías, y cada
votación que se celebra en el parlamento muestra esa descomposición de los
grupos. ¿Han muerto el laborismo y el conservadurismo en Reino Unido? No diría
yo que tanto, pero parecen auténticos zombis. La
decisión de pedir más tiempo, que probablemente Bruselas conceda, no es
sino una manera de dar una patada adelante a este enorme problema, pero sin que
nadie sepa muy bien qué hacer con él. Los partidarios de la salida abrupta
siguen enfrentados contra los que defienden la permanencia de la isla en la Unión
y en medio hay un montón de diputados que visten una u otra chaqueta política
pero que tienen opiniones diversas sobre el tema. No hay un consenso social
sobre qué es lo que se pretende con el movimiento de salida, ni alternativas
claras a todas las disposiciones económicas presentes en el acordado, y por dos
veces rechazado, tratado de salida. Ni desde luego existe consenso sobre cómo
gestionar el muy espinoso tema de la frontera norirlandesa, auténtico caballo
de batalla de este divorcio, que juega el papel de las joyas de la pareja
(ahora quizás ese papel puede desempeñarlo la tarifa plana de Netflix) que
originan la disputa cruel para saber quién se queda con ellas. El aplazamiento,
si se concede y es largo, obligaría a Reino Unido a participar en las próximas
elecciones europeas de finales de mayo, dentro de poco más de dos meses, con lo
que sería otra pieza que mantendría retenida a la pérfida Albión en las
instituciones europeas, y así sería exhibida como tal por parte de los
eurófobos, que no son mayoría pero sí son los más ruidosos. Realmente nadie
tiene muy claro qué es lo que se puede hacer con ese tiempo de aplazamiento
pedido si no se produce un acuerdo interno en el propio país. Todas las
opciones siguen abiertas, desde una convocatoria electoral anticipada a un
segundo referéndum o a cualquier otra cosa que a ustedes se les pueda ocurrir.
En este serial sin guion que vivimos veinticuatro horas al día la incertidumbre
es máxima, y no hay reality de televisión que lo iguale en intensidad, audacia
y, también, cutrez de determinadas escenas. Algún día lo que quede de los Sex
Pistols y el movimiento Punk tendrá que salir a la palestra para pedir orden y
concierto, y quizás sus voces no se escuchen entre el griterío que llena a la
sociedad británica y sus representantes.
Quizás,
a pesar de todo, se puedan sacar algunas lecciones positivas de todo este
desastre. Vemos en directo, en una gran nación, las lesivas consecuencias de
tomar caminos populistas, de pretender decidir de manera simplista entre un Sí
y un NO asuntos de enorme trascendencia sin pensar en las consecuencias de esas
opciones ni en cómo llevarlas a cabo. El desmadre que todos vemos en directo
sirve de vacuna ante otros procesos de salida de la UE, que ejercitados por
países menos influyentes y poderosos que Reino Unido acabarían en catástrofe
total para sus ciudadanos, y los “–exit” que se recrearon hace unos años se han
diluido ante al crudo ejemplo británico. Su desastre nos sirve de vacuna a
todos, pero las consecuencias de este problema también las vamos a pagar todos.
Condenados populismos, fuente eterna de desgracias.
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