Aún
no está claro qué
es lo que pasó ayer en Utrecht, en un acto de aspecto terrorista que causó tres
muertos y varios heridos. Un individuo, de origen tuco, disparó en uno de
esos tranvías tan cucos, como de juguete, que viajan por las calles del norte
de Europa, y sembró el terror en la localidad holandesa. Su detención se
produjo entrada ya la tarde, y el sospechoso es un viejo conocido de la policía
holandesa, con varias causas y antecedentes de todo tipo. Se sospecha que
incluso el móvil sentimental pudiera estar detrás de lo sucedido, perdiendo
fuerza la hipótesis de terrorismo que a lo largo de la mañana dominaba todas
las redacciones. Habrá que verlo.
Pero
el mero hecho de que conocida la noticia todos pensáramos en terrorismo es un
mero, clarísimo, triunfo de la propaganda que los malvados han sembrado en
nuestras sociedades. Tras el atentado de Nueva Zelanda del viernes era fácil
pensar en una respuesta, y que algo así sucediera en la vieja Zelanda desataba
todas las conexiones lógicas que nuestras mentes no dejan de hacer, sean
correctas o no. La sensación de cierta inseguridad que el terrorismo yihadista
ha inoculado en nuestras vidas es un absoluto éxito por su parte, y hace que su
presencia, aunque se haya atenuado mucho respecto a lo que fue hace unos años,
se mantenga. Como una especie de sombra tenebrosa, recurso muy utilizado en
novelas fantásticas, el yihadismo ha conseguido existir entre nosotros como
amenaza sin ni siquiera ejecutar actos viles, sólo con la posibilidad de que
estos puedan darse. Para el terrorista clásico, el anarquista de principios del
siglo XX o el nacionalista de la segunda mitad del pasado siglo, imponer una
sensación de miedo en la sociedad era el objetivo fundamental. Sabían
perfectamente que carecen de poder, y sólo ese miedo ese su arma para
amedrentar y tratar de condicionar el debate. El mismo término “terrorista”
indica cuál es la herramienta, el terror, que utiliza para ejercer su acción.
Si analizamos las cifras fríamente, sabemos que la inmensa mayoría de los
asesinados por yihadistas son musulmanes, y lo son en naciones musulmanas,
principalmente de oriente medio. El número de muertos por terrorismo en los
países occidentales supone un porcentaje, sobre el total de la población,
absolutamente ridículo, ínfimo, estadísticamente despreciable, pero el miedo
que nos genera es incomparable. El componente suicida de los ejecutores del
yihadismo nos produce miedo absoluto tanto por el daño que cometen como por el
mero hecho de que ellos mismos son los primeros dañados, los primeros muertos.
A partir de ahí, ¿qué esperanza nos queda? Poca. Y ese es el triunfo absoluto
del terrorista. El clásico de épocas malvadas, maligno y despreciable como
todos, buscaba por encima de todo su seguridad, y eso acotaba los objetivos y
acciones que podía desarrollar. Londres con el IRA y, sobre todo, Madrid con
ETA, vivían con la existencia de comandos terroristas que se sabían
planificaban atentados, pero con un cierto grado de control sobre las
dimensiones y alcance de los mismos. Incluso cuando la despiadada ETA comete
matanzas como las de Hipercor en Barcelona o la plaza de la República
Dominicana en Madrid no logra inocular el miedo de manera absoluta. Pero todo
eso cambió, y sabemos perfectamente que día sucedió esa transformación. Fue un
11 de septiembre de 2001, cuando el mundo contempló no sólo el horror
terrorista, sino el nihilismo absoluto encarnado en el centro de la modernidad
global.
La
sensación de que, si se produce, el riesgo de morir es altísimo y que poco se
puede hacer para evitarlo han elevado la amenaza yihadista a la categoría de
fenómeno de la naturaleza, como si fuera un asteroide que, cada cierto tiempo,
se abate sobre nosotros y que sólo podemos esperar a que le de a otros. Como
bien señala Muñoz Molina, el 11 generó un estado de paranoia que aún no nos
hemos quitado de encima. Ante noticias como las de Utrecht la mente se nos
dispara y recreamos una forma de atentado indiscriminado, lo sea o no. Por
mucho y bien que trabajan la policía y servicios de inteligencia para evitar
estos actos (son nuestro “escudo antiasteroides”) sabe el terrorista que, desde
hace diecisiete años y medio, cuenta con una baza enorme, en forma de torres,
de aviones, de destrucción absoluta. Y ese es su superpoder.
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