martes, marzo 19, 2019

El terror como respuesta


Aún no está claro qué es lo que pasó ayer en Utrecht, en un acto de aspecto terrorista que causó tres muertos y varios heridos. Un individuo, de origen tuco, disparó en uno de esos tranvías tan cucos, como de juguete, que viajan por las calles del norte de Europa, y sembró el terror en la localidad holandesa. Su detención se produjo entrada ya la tarde, y el sospechoso es un viejo conocido de la policía holandesa, con varias causas y antecedentes de todo tipo. Se sospecha que incluso el móvil sentimental pudiera estar detrás de lo sucedido, perdiendo fuerza la hipótesis de terrorismo que a lo largo de la mañana dominaba todas las redacciones. Habrá que verlo.

Pero el mero hecho de que conocida la noticia todos pensáramos en terrorismo es un mero, clarísimo, triunfo de la propaganda que los malvados han sembrado en nuestras sociedades. Tras el atentado de Nueva Zelanda del viernes era fácil pensar en una respuesta, y que algo así sucediera en la vieja Zelanda desataba todas las conexiones lógicas que nuestras mentes no dejan de hacer, sean correctas o no. La sensación de cierta inseguridad que el terrorismo yihadista ha inoculado en nuestras vidas es un absoluto éxito por su parte, y hace que su presencia, aunque se haya atenuado mucho respecto a lo que fue hace unos años, se mantenga. Como una especie de sombra tenebrosa, recurso muy utilizado en novelas fantásticas, el yihadismo ha conseguido existir entre nosotros como amenaza sin ni siquiera ejecutar actos viles, sólo con la posibilidad de que estos puedan darse. Para el terrorista clásico, el anarquista de principios del siglo XX o el nacionalista de la segunda mitad del pasado siglo, imponer una sensación de miedo en la sociedad era el objetivo fundamental. Sabían perfectamente que carecen de poder, y sólo ese miedo ese su arma para amedrentar y tratar de condicionar el debate. El mismo término “terrorista” indica cuál es la herramienta, el terror, que utiliza para ejercer su acción. Si analizamos las cifras fríamente, sabemos que la inmensa mayoría de los asesinados por yihadistas son musulmanes, y lo son en naciones musulmanas, principalmente de oriente medio. El número de muertos por terrorismo en los países occidentales supone un porcentaje, sobre el total de la población, absolutamente ridículo, ínfimo, estadísticamente despreciable, pero el miedo que nos genera es incomparable. El componente suicida de los ejecutores del yihadismo nos produce miedo absoluto tanto por el daño que cometen como por el mero hecho de que ellos mismos son los primeros dañados, los primeros muertos. A partir de ahí, ¿qué esperanza nos queda? Poca. Y ese es el triunfo absoluto del terrorista. El clásico de épocas malvadas, maligno y despreciable como todos, buscaba por encima de todo su seguridad, y eso acotaba los objetivos y acciones que podía desarrollar. Londres con el IRA y, sobre todo, Madrid con ETA, vivían con la existencia de comandos terroristas que se sabían planificaban atentados, pero con un cierto grado de control sobre las dimensiones y alcance de los mismos. Incluso cuando la despiadada ETA comete matanzas como las de Hipercor en Barcelona o la plaza de la República Dominicana en Madrid no logra inocular el miedo de manera absoluta. Pero todo eso cambió, y sabemos perfectamente que día sucedió esa transformación. Fue un 11 de septiembre de 2001, cuando el mundo contempló no sólo el horror terrorista, sino el nihilismo absoluto encarnado en el centro de la modernidad global.

La sensación de que, si se produce, el riesgo de morir es altísimo y que poco se puede hacer para evitarlo han elevado la amenaza yihadista a la categoría de fenómeno de la naturaleza, como si fuera un asteroide que, cada cierto tiempo, se abate sobre nosotros y que sólo podemos esperar a que le de a otros. Como bien señala Muñoz Molina, el 11 generó un estado de paranoia que aún no nos hemos quitado de encima. Ante noticias como las de Utrecht la mente se nos dispara y recreamos una forma de atentado indiscriminado, lo sea o no. Por mucho y bien que trabajan la policía y servicios de inteligencia para evitar estos actos (son nuestro “escudo antiasteroides”) sabe el terrorista que, desde hace diecisiete años y medio, cuenta con una baza enorme, en forma de torres, de aviones, de destrucción absoluta. Y ese es su superpoder.

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