viernes, marzo 01, 2019

Arzalluz, el emperador Palpatine


Más de una vez comenté con algunos amigos que, poco a poco, Arzalluz iba mutando en algo similar al emperador Palpatine de Star Wars, tanto por su sombría maldad como por su demudado aspecto físico. Si una toga hubiera cubierto el rostro de Xabier en sus años muy mayores y le hubieran enfocado de la forma adecuada el parecido sería prácticamente completo. Lo que la imagen no hubiera podido reflejar es que, al igual que en las películas, también un manto de miedo y poder emanaba de esa figura y, durante años, controlaba todos los resortes de un País Vasco que moldeaba a su antojo, desde su posición de preminencia del PNV, y sacando todo el partido posible de la violencia que no cesaba, del terror etarra del que tanto se aprovechó.

Arzalluz murió ayer, tras años de silencio, en una situación supongo que incómoda para él, que todo lo fue y que con orgullo portaba una imagen de poderoso que nadie debiera osar no ya discutir, sino si quiera dudar. Fue jesuita, y lo dejó, pero la religión que pasó por él lo marcó, no por el lado de las buenas acciones y el amor al prójimo, sino por el de la disciplina, el de la jerarquía y el respeto al dogma. Durante tantos años que parecieron todos, dirigió el PNV, que es algo más que un partido, y lo hizo al modo de las sectas, encarnando un liderazgo férreo y sin resquicios, pero sabiendo a la vez movilizar al electorado para para que le siguiera a él, y no a los díscolos. Iglesias, Abascal y toda esta nueva hornada de líderes cargados de ego debieran aprender de él para saber cómo llevar a la práctica sus mesiánicos impulsos (bueno, pensándolo bien, mejor para todos que no aprendan y fracasen). En su reino peneuvista hubo díscolos y disidentes, por supuesto, pero acabaron todos en el ostracismo. La ruptura más sonada fue la de Carlos Garaikoetxea, que acabó en escisión en la casa sabiniana. Aquello fue un trauma que poca gente fuera del País Vasco es capaz de imaginar, con familias, sociedades gastronómicas y demás entidades partidas por completo entre los puros del PNV de Arzallus y los traidores de EA de Garaikoetxea. Nunca perdonó ni dejó de perseguir a los que consideraba que se escapaban de su línea. Encontró en Ardanza un Lehendakari gestor y gris, que le fue útil hasta que se aburrió de él, y lo sustituyó por Ibarretxe, otro iluminado, una especie de prePuigdemont, que siguió las enseñanzas sectarias del padre Arzallus hasta hacerse el pupilo predilecto (Padawan en el argot galáctico). Cuando Ibarretxe cayó se fijó en Josu Jon Imaz, pero Imaz era mucho más listo que cualquier otro, y no quería saber nada de la toxicidad que anidaba en el fondo del partido en el que se había criado desde pequeño, y se escapó, en un caso de renuncia a la política lleno de dignidad, inteligencia y digno de estudio. Egibar fue entonces su mano derecha, su leal servidor, y lo ha sido hasta hoy, mucho tiempo después de la retirada del amado líder de la política activa. Maestro a la hora de negociar con otros partidos, se alió al PSOE o al PP en función de lo que le conviniera a él y los suyos, ese era su único norte. Su relación con la violencia etarra fue curiosa, porque al contrario de muchos, que fueron distanciándose con los años de ese mal, Arzallus recorrió el camino contrario. Proveniente de una familia carlista hasta el extremo, se fue radicalizando con los años, extremando su visión sectaria de la sociedad y el racismo que anidaba en su interior, entre el “nosotros” los vascos y “ellos” todos los demás. En ese esquema de pensamiento la violencia contra “ellos” era casi una respuesta natural, y su comprensión hacia la misma fue a más. No se cortó al admitir que recogía las nueces que caían del árbol que otros golpeaban, reconociendo como propios a los asesinos etarras y amparando su violencia en el esquema de pensamiento nacionalista sabiniano, etnicista hasta el extremo, donde el Rh, los apellidos y bobadas por el estilo son los que separan a unas personas, las válidas, las de aquí, las nuestras, de todas las demás, que son inferiores. Su imaginario fue poco a poco estrechándose en esta visión sectaria, y es probable que haya muerto convencido de ir al paraíso de los vascos, al que sólo los puros como él pueden acceder.

Hace pocos meses murió en San Sebastian el obispo Setien, personaje con el que Arzallus compartía tantas similitudes y afinidades ideológicas. Ambos sujetos eran muy similares y ejercieron la plenitud de su poder de manera coordinada. Melifluos en las palabras (más Setién que Arzallus) racistas hasta le médula y llenos de odio hacia los que no eran como ellos, mandaron mucho, y sobre muchos. Se aprovecharon de la violencia que existía a su alrededor, nunca apoyaron a las víctimas y comprendieron a los asesinos, que en el fondo veían como adolescentes descarriados de una secta que ellos comandaban, “los chicos de la gasolina” a los que una vez se refirió Arzallus tras unos graves incidentes de Kale Borroka. No se pueden entender las décadas del terror etarra sin estos dos personajes. Y son historia, y ejemplo a no seguir nunca más.

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