Esperar
a que Quim Torra cumpla la ley es como sentarse ansiando la lluvia en Madrid
este año. Ambas cosas son necesarias pero tan escasas como infrecuentes, y
cuando se dan parece que es por casualidad, por efecto de la suerte y no por
hechos consumados. El
de los lazos amarillos en las fachadas de los edificios oficiales de la Generalitat
no es sino el último de los episodios, desafíos de juguete de aprendiz de
pirómano, de un personaje tan siniestro como irrelevante, que a cada día que
pasa muestra más tanto su incompetencia como mala fe, producto de las negras
ideas que anidan en su seno, y que contamina con su actitud a todos aquellos
que con él se relacionan. Toma nota, PSOE, de a quién te arrimas.
La
verdad es que poco se podía esperar de Torra y los hechos han ido demostrando
hasta qué punto es la nada lo que anida en su dimensión política, y sólo el
sectarismo es lo que exhala en su comportamiento diario. Elegido por el pirado
de Waterloo, donde pueden ustedes darle varias acepciones al concepto de
pirado, Torra era un completo desconocido para casi todo el mundo. Cuando fue señalado
por el representante en la tierra del cielo soberanista muchos pudimos
conocerlo, y lo que vimos fue horrendo. Un sujeto gris que había trabajado en
una compañía de seguros y que en sus manifestaciones públicas (escasas) y
escritos (más abundantes) no dejaba de referirse al mundo en términos de
racismo y xenofobia. Dominado por un discurso de odio, supremacista, en el que
los que con él comparten afinidad son los superiores y el resto bestias
inmundas, las palabra de Torra eran el perfecto manual del extremista, dichas
en un tono amable y clerical por el autor de las mismas, en un intento quizás
de rebajar el tono de lo que realmente piensa, para no asustar. Esa táctica
está ya demasiado vista, y es utilizada por muchos extremistas. En tiempos “sin
complejos” cada vez menos, pero es un clásico. Los vaivenes de la política
española han puesto en manos de Torra la gobernabilidad de toda la nación. Fue
decisivo el voto de los suyos para tumbar el gobierno de Rajoy y aún más lo fue
para tirar a la basura los presupuestos de Sánchez, y con ellos el gobierno
socialista. Los devaneos del presidente, que pasó de calificarlo el Le Pen
español cuando Sánchez no gobernaba a reunirse amablemente con él y aceptar
algunos de los puntos de la delirante agenda independentista hablan mal de un Sánchez
que nos ha acostumbrado a ser veleta a cada día, pero deja a las claras las
rocosas convicciones de un exaltado que, ahora mismo presidente de la
Generalitat, ejerce claramente funciones tóxicas para su cargo, institución y ciudadanía.
Cada actuación de Torra en público es un compendio de disparates, algunos
ilegales, otros no, pero que en su conjunto dibujan la figura de un sujeto
obsesionado por la etnia, la diferencia, la separación, la exclusión, los
buenos y los malos, los puros y los impuros, los dignos y los indignos. Y él y
los suyos, claro, son los que antes, ahora y siempre dictaminan quién pertenece
a uno de los bandos, los escogidos, y quién no. Si Torra no llevara el
nacionalismo por bandera sería visto en todo el país como lo que es, un racista
sectario, pero el envolverse con banderas regionales otorga, sin que tenga muy
claro el por qué, un aura de respetabilidad que a parte de nuestra sociedad
cautiva. Es digno de resaltar como la izquierda mediática y sociológica no es
capaz de ver en este personaje, y movimientos similares, a un enemigo absoluto
a todo el discurso que el socialismo, solidario, internacionalista y
progresista, encarna. Torra es un sectario racista y, por cierto, muy de
derechas, y es comprendido en ambientes que se declaran de izquierdas, incluso
de extrema izquierda, lo que no logro explicarme de ninguna manera. No es que
los pueda engañar, que Torra no tiene capacidad para ello. ¿Por qué algunos aún
se dejan engañar por estos personajes?.
Acabe
quitando los lazos, o no, Torra se ha demostrado como el perfecto valido del
delincuente fugado. Entre los dos han destrozado lo que antaño era el vehículo
político de la burguesía catalana, han arruinado empresas, obligado a marcharse
a ciudadanos de sus lugares de residencia y sembrado el virus del nacionalismo
etnicista en una sociedad que siempre tuvo un componente nacionalista en su
seno, pero atemperado por el pragmatismo por encima de todo. Pasarán años, quizás
décadas, hasta que la normalidad vuelva a ser nuevamente moneda corriente en
Cataluña, y entonces muchos se preguntarán cómo alguien como Torra llegó a ocupar
y degradar de semejante manera el cargo del Molt Honorable President de la
Generalitat.
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