ÉL.
Así, en mayúsculas, bien visibles, llenando todo, marcando territorio y,
metafóricamente, masculino paquete. Cubriendo en cartel con su presencia e
imagen, siendo el centro de todo lo que hubo, hay y habrá, dejando a las claras
que su mujer es una mera sustituta interina, y que todos los demás no son sino
siervos a su servicio. Él se reencuentra con la gente y la gente vuelve a tener
en él al líder soñado que les conducirá al paraíso, que liberará a la estúpida
masa, incapaz de pensar, de sus cadenas, porque él, el ser superior, el
señalado, el ungido, sabe lo que es lo mejor para todos. En él se encarnan los
valores del pueblo escogido. Él es, de hecho, el pueblo.
Hay
dos cosas que pugnan por ser lo más asombroso del montón de estupideces que se
desvelan en el cartel de la vuelta de Pablo Iglesias a la política. Una es que
él mismo se cree esa figura de adulación máxima que ha creado, y ejerce sin
disimulo como tal. Lo segundo es que, en ciertos ámbitos y reductos, funcione,
y que haya personas dispuestas a seguir a este tipo de liderazgos hasta el
extremo creyendo, sinceramente, que en ellos anida la verdad. El desvarío
mental de Iglesias, porque no se muy bien sino como calificar el ego que se le
escapa por todos los poros, puede ser una curiosa excepción, sólo le afecta a
él y está confinado en el seno de su infinita autovaloración, en su eterna y
elevadísima imagen de amor propio que cultiva sin fin. El que eso tenga éxito es
un asunto más profundo, que nos dice mucho sobre la psicología de masas, sobre
la capacidad que el líder tiene de influir en aquellos que creen en él y
llevarlos hasta el precipicio, y llegado el caso mandarles que se arrojen por
él y conseguir que esas masas aborregadas se suiciden con caras sonrientes. A
lo largo de la historia hemos visto innumerables ejemplos de liderazgos
políticos exacerbados que siempre han acabado igual. El culto a la personalidad
es algo común en la política, pero en sus extremos se convierte en seña de
identidad única y plena, la causa fundamental del movimiento. Hitler o Stalin
encarnaron, desde posiciones aparentemente opuestas, pero realmente iguales, el
mesianismo perfecto, que no es sino otra forma de definir la dictadura
absoluta. Ellos eran su régimen, y su final era el final de todo, porque en
ellos todo empezaba y terminaba. El lavado de cabeza de sus sociedades fue
absoluto, gracias al empeño de miles de profesionales y servidores en todas las
áreas posibles dedicados en cuerpo y alma al engrandecimiento del ser superior.
El caudillismo latinoamericano, del que tanto bebe Iglesias, tanto envidia y
tanto desea emular, resulta ser una versión más burda y chusca de esos
movimientos totalitarios europeos, pero no por ello menos efectiva. Ahí tenemos
los casos de Hugo Chávez o Daniel Ortega, casi canonizado el primero por sus
engañados seguidores (afortunadamente cada vez menos) y manteniéndose el
segundo al frente de una Nicaragua destruida por su ego y mano de hierro. ¿Cómo
logran estos personajes lamentables el respaldo unánime y el servilismo ciego?
No lo se, no me lo explico. Son listos, sí, saben que teclas pulsar para
emocionar a los suyos y crear corrientes de opinión favorables, pero un mero análisis
de un par de minutos por parte de una mente serena arroja siempre la misma
conclusión. Son una falsedad total, un ejemplo perfecto de egolatría propia de
psiquiátrico y unos personajes ávidos de riqueza y poder hasta el extremo. Sus
discursos se basan en tópicos falces y en argumentaciones de quita y pon. Las fuerzas
ocultas que se oponen a su clarividencia son las culpables de todos los males,
y armados de la verdad y la palabra, en ellos, afirman, radica la verdad,
cuando esos dos minutos de análisis bastante para destapar la inmensa montaña
de chorradas que son sus, en apariencia, serios y hondos discursos. De ahí
que reírse de ellos sea muy fácil y que, por su puesto, todos estos sujetos
carezcan, por completo, de sentido del humor.
Personajes
de estos se encuentran a lo largo de todo el espectro ideológico, porque lo
suyo no son ideas políticas sino egolatría y ansia de poder. De hecho se puede
jugar a las siete diferencias entre Iglesias y Abascal y acabar en unos pocos
minutos encontrando apenas tres. Resulta obvio que todo lo que antes he
comentado tiene un componente religioso que lo impregna todo, y es que todos
estos líderes aspiran, por encima de todo, a fundar una religión de fieles a su
persona. Y no deja de ser cruel que Iglesias se autoproclame el Mesías liberador
cuando las elecciones en las que su formación (él) puede sufrir un mal
resultado se celebran a los pocos días de la Semana Santa. Pero seguro que
desde la dacha de Galapagar se cree en la resurrección de la carne de Iglesias,
de su cuerpo. Y cruel será el castigo a los que carecen de fe.
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