lunes, marzo 18, 2019

Terrorismo supremacista en Nueva Zelanda


La mañana del pasado viernes 15 nos enteramos de que en CristChurch, localidad sita en la isla sur de Nueva Zelanda, en nuestras antípodas, se estaba perpetrando una horrenda matanza terrorista. Aún no estaba claro el número de atacantes pero sí el objetivo de su ira y que el número de muertos y heridos iba a ser alto. Finalmente se ha confirmado que uno sólo era el atacante, que armado hasta los dientes con fusiles automáticos, disparo sin concesión alguna a los fieles que en ese momento rezaban. El modus operandi de la acción tiene muchas similitudes con el del yihadismo pero, sorpresa, corresponde a una motivación completamente opuesta. Nueva Zelanda sufrió una atroz masacre a manos de un supremacista blanco, y las víctimas fueron musulmanes orantes en mezquitas.

El sujeto detenido por la acción, que se enfrenta a penas que no se si en aquellas tierras suponen cadena perpetua, es un australiano que no llega a la treintena de años y cuyo nombre no quiero ni molestarme en escribir para que no se regodee porque se sigue hablando de él en alguna parte del mundo. Decoró sus armas con nombres de otros supremacistas, entre ellos un español que cumple pena de cárcel por un asesinato cometido en Madrid hace ya algunos años, y desplegó toda la parafernalia estética que se asocia a su intolerante movimiento y al moderno uso de las tecnologías de la comunicación. Emitió su acción en directo a través de Facebook para conseguir la mayor notoriedad posible y, como suele ser común en estos casos, la red social tardó mucho, muchísimo, en censurar esa infame emisión y en tratar de impedir su divulgación, cuando ya eso era imposible. Si en el vídeo de este asesinato se hubieran colado un par de tetas quizás la diligencia de los algoritmos de Zuckerberg a la hora de la censura hubiera sido pareja a la del rápido crecimiento de las víctimas de esta masacre. El atentado es antiyihadista en su espíritu y objetivo, pero es plenamente yihadista en su forma de actuación, lo que pone de manifiesto por un lado el triunfo de los yihadistas a la hora de crear fenómenos de violencia de masas y la extendida irracionalidad de los que las perpetran, se parapeten tras las ideas que sean. En todos los casos las víctimas son personas inocentes, en este caso fieles que rezaban en mezquitas de esa tranquila localidad neozelandesa. Padres, hijos, personas jóvenes, ancianos, un reguero de vidas individuales trenzadas en estructuras sociales y vitales, que compartían una fe y acudieron ese día a celebrarla, como lo harían muchos otros musulmanes ese viernes en otras partes del mundo, o judíos al sábado siguiente, o cristianos el domingo. Reuniones humanas como las que se dan, por motivos religiosos o de cualquier otro tipo, sin cesar a lo largo del mundo, y que son vistas como indeseables por fanáticos como el perpetrador de este atentado, un sujeto amoral, vacío de sentido pero lleno de odio, con un corazón comido por ideas falsas, violentas y peligrosas, que no cesan de proclamar la existencia de enemigos en todas partes, de acusar a todos los que le rodean de ser infieles, impíos, subhumanos dignos no sólo de extinción, sino de obligada poda para crear la nueva sociedad de hombres libres, fuertes y verdaderos. Bobadas de discursos como este, por muy alambicados que sean, se repiten sin cesar a lo largo de nuestro mundo, y encuentran armazón ideológico en percas de todo pelaje. El yihadismo es una de ellas, el nacionalismo es otra, el supremacismo blanco una más, y así podríamos ir analizando cada una de esta fuentes de vileza y encontraríamos rasgos tan comunes que, al final, se harían indistinguibles. Da igual la apelación a un Dios, se le llame como se le llame, o a una verdad. Todos los discursos esconden violencia a mansalva, desprecio hacia el otro, autoafirmación y necesidad de limpieza de los que no son elegidos. Y todos tratan de buscar personas que, con debilidades y carencias, puedan ser manipuladas para servir de ariete contra los demás. La tragedia de estas historias es tan profunda como repetitiva.

El atentado terrorista de Nueva Zelanda nos plantea el riesgo, creciente, de que sectores ultras de nuestras sociedades cada vez recurren más a la violencia directa como forma de expresar e imponer sus ideas, y que esas violencias se autojustifican unas a otras. Para los líderes yihadistas atentados como el del viernes son oro puro, excusas perfectas para volver a golpear con saña, y esas respuestas alimentarán el odio supremacista. El deseo de los que agitan estas mierdas ideológicas sería el de la escalada, en enfrentamiento máximo, y de paso la eliminación de los débiles que se encuentran en medio de lo que ven como una lucha entre elegidos. Este panorama de pesadilla es remoto, y en ínfimo el número real de personas que lo comparten, pero la disponibilidad de armas y la tecnología les otorga un poder y relevancia inaudito. Debemos redoblar la vigilancia policial ante estas amenazas y desenmascarar estos discursos de odio.

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