La
mañana del pasado viernes 15 nos enteramos de que en
CristChurch, localidad sita en la isla sur de Nueva Zelanda, en nuestras
antípodas, se estaba perpetrando una horrenda matanza terrorista. Aún no
estaba claro el número de atacantes pero sí el objetivo de su ira y que el
número de muertos y heridos iba a ser alto. Finalmente se ha confirmado que uno
sólo era el atacante, que armado hasta los dientes con fusiles automáticos,
disparo sin concesión alguna a los fieles que en ese momento rezaban. El modus
operandi de la acción tiene muchas similitudes con el del yihadismo pero,
sorpresa, corresponde a una motivación completamente opuesta. Nueva Zelanda
sufrió una atroz masacre a manos de un supremacista blanco, y las víctimas
fueron musulmanes orantes en mezquitas.
El
sujeto detenido por la acción, que se enfrenta a penas que no se si en aquellas
tierras suponen cadena perpetua, es un australiano que no llega a la treintena
de años y cuyo nombre no quiero ni molestarme en escribir para que no se
regodee porque se sigue hablando de él en alguna parte del mundo. Decoró sus
armas con nombres de otros supremacistas, entre ellos un español que cumple
pena de cárcel por un asesinato cometido en Madrid hace ya algunos años, y
desplegó toda la parafernalia estética que se asocia a su intolerante
movimiento y al moderno uso de las tecnologías de la comunicación. Emitió su
acción en directo a través de Facebook para conseguir la mayor notoriedad
posible y, como suele ser común en estos casos, la red social tardó mucho,
muchísimo, en censurar esa infame emisión y en tratar de impedir su
divulgación, cuando ya eso era imposible. Si en el vídeo de este asesinato se
hubieran colado un par de tetas quizás la diligencia de los algoritmos de
Zuckerberg a la hora de la censura hubiera sido pareja a la del rápido
crecimiento de las víctimas de esta masacre. El atentado es antiyihadista en su
espíritu y objetivo, pero es plenamente yihadista en su forma de actuación, lo
que pone de manifiesto por un lado el triunfo de los yihadistas a la hora de
crear fenómenos de violencia de masas y la extendida irracionalidad de los que
las perpetran, se parapeten tras las ideas que sean. En todos los casos las víctimas
son personas inocentes, en este caso fieles que rezaban en mezquitas de esa
tranquila localidad neozelandesa. Padres, hijos, personas jóvenes, ancianos, un
reguero de vidas individuales trenzadas en estructuras sociales y vitales, que
compartían una fe y acudieron ese día a celebrarla, como lo harían muchos otros
musulmanes ese viernes en otras partes del mundo, o judíos al sábado siguiente,
o cristianos el domingo. Reuniones humanas como las que se dan, por motivos
religiosos o de cualquier otro tipo, sin cesar a lo largo del mundo, y que son
vistas como indeseables por fanáticos como el perpetrador de este atentado, un
sujeto amoral, vacío de sentido pero lleno de odio, con un corazón comido por
ideas falsas, violentas y peligrosas, que no cesan de proclamar la existencia
de enemigos en todas partes, de acusar a todos los que le rodean de ser
infieles, impíos, subhumanos dignos no sólo de extinción, sino de obligada poda
para crear la nueva sociedad de hombres libres, fuertes y verdaderos. Bobadas
de discursos como este, por muy alambicados que sean, se repiten sin cesar a lo
largo de nuestro mundo, y encuentran armazón ideológico en percas de todo
pelaje. El yihadismo es una de ellas, el nacionalismo es otra, el supremacismo
blanco una más, y así podríamos ir analizando cada una de esta fuentes de
vileza y encontraríamos rasgos tan comunes que, al final, se harían
indistinguibles. Da igual la apelación a un Dios, se le llame como se le llame,
o a una verdad. Todos los discursos esconden violencia a mansalva, desprecio
hacia el otro, autoafirmación y necesidad de limpieza de los que no son
elegidos. Y todos tratan de buscar personas que, con debilidades y carencias,
puedan ser manipuladas para servir de ariete contra los demás. La tragedia de
estas historias es tan profunda como repetitiva.
El
atentado terrorista de Nueva Zelanda nos plantea el riesgo, creciente, de que
sectores ultras de nuestras sociedades cada vez recurren más a la violencia
directa como forma de expresar e imponer sus ideas, y que esas violencias se
autojustifican unas a otras. Para los líderes yihadistas atentados como el del
viernes son oro puro, excusas perfectas para volver a golpear con saña, y esas
respuestas alimentarán el odio supremacista. El deseo de los que agitan estas mierdas
ideológicas sería el de la escalada, en enfrentamiento máximo, y de paso la
eliminación de los débiles que se encuentran en medio de lo que ven como una
lucha entre elegidos. Este panorama de pesadilla es remoto, y en ínfimo el número
real de personas que lo comparten, pero la disponibilidad de armas y la
tecnología les otorga un poder y relevancia inaudito. Debemos redoblar la
vigilancia policial ante estas amenazas y desenmascarar estos discursos de odio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario