Con
la llegada de Abril, el frío y la inestabilidad que no han existido en el
invierno, se ha ido Rafael Sánchez Ferlosio, a la muy alta edad de noventa y un
años, dejando tras de sí una obra enorme y una doctrina con pocos
discípulos. Convertido en personaje con el paso de los años, en el mejor
sentido del término, Ferlosio adquirió a cada minuto que pasaba la categoría de
mito, y sus esporádicos artículos en la prensa eran recibidos con tanta
alabanza como, muchas veces, incomprensión. Su obra crecía y crecía en medio de
unas ventas que, como bien decía, nunca eran buenas, y pocos son los que pueden
decir que han leído sus volúmenes de ensayos, que tan diligentemente ha
compilado Ignacio Echevarría a lo largo de estos años.
No
soy yo el adecuado para escribir sobre Ferlosio, porque también me encuentro
entre los que han leído una muy pequeña parte de su obra. Sí las dos novelas
por las que alcanzó fama imperecedera, “El Jarama”, y “Las andanzas e historias
de Alfanhuí”, pero las leí hace mucho, y tengo un débil recuerdo de las mismas.
De su producción más reciente he recalado en algún pequeño volumen en el que se
recogen lo que el él llamaba pecios, aforismos y dichos que le dictaba su
conciencia, y que expresaba en palabras y frases de gran complejidad y hondo
significado. No hacía fáciles las cosas Ferlosio para el lector, pero es que su
mente así se lo exigía. Su nivel intelectual estaba mucho más allá de lo que un
lector y pensador medio como es mi caso pueda describir, y de ahí que fuera
absoluta la admiración que suscitaba entre los de mente preclara. Alejado de la
fama desde que esta le llamó tras la publicación de sus primeras novelas,
recurrió al ostracismo, pero no el del divo que se hace el escondido para
aumentar su aura y alimentar el ego, sino el recogimiento del pensador, de
aquel que sabe que el tiempo es volátil y fugaz, que aquí estamos una pequeña
temporada, con suerte de verano, y que no se puede perder el tiempo en
menudencias cuando hay tanto por saber y analizar. Rehuyó los focos, que
durante mucho tiempo le buscaron, hasta conseguir que lo dejasen en paz, que le
vieran como un ser distinto, incomprensible, centrado en lo suyo, del que no
podrían sacar rédito comercial. Frente a su obra, su vida personal es también
la del siglo que le tocó vivir, con luces y sombras Hijo de Rafael Sánchez
Mazas, uno de los fundadores de la falange, el que fuera personaje central del
“Soldados de Salamina” de Javier Cercas, mama las letras desde su infancia
romana y no se separa nunca de ellas. Casado con Carmen Martín Gaite, otra de
las cumbres de la literatura española del siglo XX, tienen una hija que muere
joven. Su segundo matrimonio le aportó estabilidad, escasa pero longeva descendencia
y la posibilidad de conocer a su nieta. ¿Cómo sería Ferlosio como abuelo?
Seguramente alguien distinto a sus textos, pero de una manera, también, un
reflejo de los mismos. Sus carantoñas acabarían siendo complejas y llenaría la felicidad
de aquella niña con historias y andanzas de su propia vida que ha sido larga y
fructífera. Colmado con todos los premios literarios que existen en castellano,
su tala es enorme, y se agiganta a medida que el enanismo cutre y cortoplacista
en el que vivimos lo domina todo. Su tiempo de reflexión no era el de este volátil
y veleta mundo. Ni se dejó arrastrar por intereses políticos ni se plegó a
ellos, ni se dejó utilizar. Siempre estuvo muy por encima de ese mundano
escenario de la refriega.
Hoy
son muchos, en la literatura y pensamiento, los que lloran su ausencia, y quizás
otros aprovechen para releer su obra o acercarse a la misma. Uno de mis propósitos
desde hace algún tiempo era afrontar sus ensayos completos, cosa que ya haré en
un tiempo en el que son una obra póstuma. Hoy puede llover en Madrid, en un año
de gran sequedad, y eso quizás alegre el caudal de ese modesto río llamado Jarama,
que en tiempos de Ferlosio joven era sinónimo para los urbanitas de campo
lejano. Hoy, convertido en cauce que vive entre circunvalaciones que rodean la
urbe, el Jarama discurre ajeno al bullicio de coches que lo surcan sin
descanso, sin saber que el que glosó su flujo y los que en torno a él crecían
ya no podrá oír nunca el arrullo de sus aguas.
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