martes, abril 23, 2019

Manuel Alcántara, un maestro


El miércoles santo, 17 de abril, mientras algunas procesiones empezaban a salir y las borrascas se encaminaban directas contra los cofrades y las playas levantinas, falleció Manuel Alcántara, a los muy respetables 91 años de edad, en su malagueña casa del Rincón de la Victoria, con el mar de fondo, ese mar que le encantaba ver horas y horas sin descanso, que mostraba perfiles cambiantes a cada momento y que era, para él, relajo y dicha. Aunque desarrolló gran parte de su carrera en el mesetario Madrid, Alcántara no entendía la vida sin Málaga y el mar, y en sus disipados hábitos de vida no podía faltar más de un gin tonic con vistas a las olas, al pliegue de aguas que lo arrullaba, inspiraba y mecía.

Alcántara era el más veterano de los columnistas españoles, el más fiel a la cita con sus lectores, que sabíamos que siempre le íbamos a encontrar ahí, pasara lo que pasase. Para los lectores de El Correo de Bilbao, la última página tenía una entrevista de relleno, la tira de Don Celes y la columna de Alcántara. Sobre todo, la columna. Le leía desde pequeño, quedándome al principio con la gracia de su estilo y los numerosos juegos de palabras, graciosos y llenos de humor, que aderezaban sus escritos. Poco a poco fui descubriendo que bajo esa capa de sorna y gracieta se escondían reflexiones de enorme nivel y profundidad. Muchas veces Alcántara era capaz de dar en el clavo, en la reflexión certera, de manera mucho más atinada que los columnistas que escribían en las páginas de opinión del periódico, las centrales, las serias. En esa columna de salida se encontraban siempre agudezas que a veces escaseaban en otras páginas. Era una joya escondida que siempre brillaba. Se ceñía a la actualidad, no eludía la política ni tema alguno, pero frente al columnista habitual, que trata de sonsacar una idea, defenderla y convencer al lector de la misma, Alcántara acompañaba al ciudadano dueño del periódico a un breve paseó por una esquina de la noticia de la jornada, le enseñaba un requiebro desconocido, le hacía ver que la gravedad de lo tratado muchas veces no era tanta y le dejaba ahí, consolado, mientras que él se iba otra vez a ver su mar. Fuera el que fuese el tema tratado era imposible no sonreír con el estilo de un escritor que conocía la vida mucho mejor de la que uno es capaz de imaginar. Bregado desde pequeño en faena, superviviente de guerras y desgracias, conocedor de escritores de talla comparable a la suya, poeta, novelista, amante del deporte, fiel seguidor del boxeo y de otras lides, Alcántara lo ha sido todo en el mundo del artículo, aunque es difícil afirmar que haya creado una escuela, porque su estilo es inimitable. Creía que el principal error de un columnista era el de aburrir (ahí, cuántas veces caeré yo en él) y por eso aconsejaba no escribir desde la ira, el rencor, la altivez ni la desolación. Conviene esperar un poco, parece decir el maestro, no dejarse llevar por el impulso. Nada de madrugar, sino levantarse tarde, cuando muchos de los posos de la actualidad de la jornada ya están asentados, y entonces sentarse a escribir, habiendo echado un vistazo a la jornada y sus protagonistas. Su estilo de vida, bohemio y dejado, era poco habitual para un señor de su edad, pero plenamente lógica para alguien que bebía y vivía la vida en sorbos largos y profundos, y que sabía extraer de su máquina de escribir el jugo de un buen combinado, con su mezcla necesaria de alcohol y serenidad.

Hoy, día del libro, se entrega el premio Cervantes, y lo recoge la poetisa Ida Vitale, a sus 95 años tan bien llevados. En el acto del paraninfo de la Universidad de Alcalá Vitale será la protagonista absoluta, y bien merecido que se lo tiene, pero en lo alto, poco más allá del artesonado del techo, estará Alcántara, aún dormido, porque a las horas que se otorga el galardón no son adecuadas para estar despierto, pero sí se levantará cuando empiecen las copas y el ágape, y seguro que sonríe al ver a todos congregados para festejar y celebrará la trayectoria de una poeta, de una orfebre de palabras, creadora de versos cortos de profundo sentido. Así eran sus columnas, pequeñas, pero poderosas, rocosas muestras de belleza creada con palabras, en las que la rima la ponía el lector que se dejaba mecer por el mar, que Alcántara convocaba cada mañana.

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