El
miércoles santo, 17 de abril, mientras algunas procesiones empezaban a salir y
las borrascas se encaminaban directas contra los cofrades y las playas
levantinas, falleció
Manuel Alcántara, a los muy respetables 91 años de edad, en su malagueña
casa del Rincón de la Victoria, con el mar de fondo, ese mar que le encantaba
ver horas y horas sin descanso, que mostraba perfiles cambiantes a cada momento
y que era, para él, relajo y dicha. Aunque desarrolló gran parte de su carrera
en el mesetario Madrid, Alcántara no entendía la vida sin Málaga y el mar, y en
sus disipados hábitos de vida no podía faltar más de un gin tonic con vistas a
las olas, al pliegue de aguas que lo arrullaba, inspiraba y mecía.
Alcántara
era el más veterano de los columnistas españoles, el más fiel a la cita con sus
lectores, que sabíamos que siempre le íbamos a encontrar ahí, pasara lo que
pasase. Para los lectores de El Correo de Bilbao, la última página tenía una
entrevista de relleno, la tira de Don Celes y la columna de Alcántara. Sobre
todo, la columna. Le leía desde pequeño, quedándome al principio con la gracia
de su estilo y los numerosos juegos de palabras, graciosos y llenos de humor,
que aderezaban sus escritos. Poco a poco fui descubriendo que bajo esa capa de
sorna y gracieta se escondían reflexiones de enorme nivel y profundidad. Muchas
veces Alcántara era capaz de dar en el clavo, en la reflexión certera, de
manera mucho más atinada que los columnistas que escribían en las páginas de
opinión del periódico, las centrales, las serias. En esa columna de salida se
encontraban siempre agudezas que a veces escaseaban en otras páginas. Era una
joya escondida que siempre brillaba. Se ceñía a la actualidad, no eludía la
política ni tema alguno, pero frente al columnista habitual, que trata de
sonsacar una idea, defenderla y convencer al lector de la misma, Alcántara
acompañaba al ciudadano dueño del periódico a un breve paseó por una esquina de
la noticia de la jornada, le enseñaba un requiebro desconocido, le hacía
ver que la gravedad de lo tratado muchas veces no era tanta y le dejaba ahí,
consolado, mientras que él se iba otra vez a ver su mar. Fuera el que fuese el
tema tratado era imposible no sonreír con el estilo de un escritor que conocía
la vida mucho mejor de la que uno es capaz de imaginar. Bregado desde pequeño
en faena, superviviente de guerras y desgracias, conocedor de escritores de talla
comparable a la suya, poeta, novelista, amante del deporte, fiel seguidor del
boxeo y de otras lides, Alcántara lo ha sido todo en el mundo del artículo,
aunque es difícil afirmar que haya creado una escuela, porque su estilo es
inimitable. Creía que el principal error de un columnista era el de aburrir (ahí,
cuántas veces caeré yo en él) y por eso aconsejaba no escribir desde la ira, el
rencor, la altivez ni la desolación. Conviene esperar un poco, parece decir el
maestro, no dejarse llevar por el impulso. Nada de madrugar, sino levantarse
tarde, cuando muchos de los posos de la actualidad de la jornada ya están asentados,
y entonces sentarse a escribir, habiendo echado un vistazo a la jornada y sus
protagonistas. Su estilo de vida, bohemio y dejado, era poco habitual para un
señor de su edad, pero plenamente lógica para alguien que bebía y vivía la vida
en sorbos largos y profundos, y que sabía extraer de su máquina de escribir el
jugo de un buen combinado, con su mezcla necesaria de alcohol y serenidad.
Hoy,
día del libro, se entrega el premio Cervantes, y lo recoge la poetisa Ida
Vitale, a sus 95 años tan bien llevados. En el acto del paraninfo de la
Universidad de Alcalá Vitale será la protagonista absoluta, y bien merecido que
se lo tiene, pero en lo alto, poco más allá del artesonado del techo, estará
Alcántara, aún dormido, porque a las horas que se otorga el galardón no son
adecuadas para estar despierto, pero sí se levantará cuando empiecen las copas
y el ágape, y seguro que sonríe al ver a todos congregados para festejar y
celebrará la trayectoria de una poeta, de una orfebre de palabras, creadora de
versos cortos de profundo sentido. Así eran sus columnas, pequeñas, pero
poderosas, rocosas muestras de belleza creada con palabras, en las que la rima
la ponía el lector que se dejaba mecer por el mar, que Alcántara convocaba cada
mañana.
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