Ya
por la noche salía Ángel Fernández en libertad con cargo y sin medidas
cautelares de los juzgados de Plaza de Castilla. Horas antes había
colaborado activamente para acabar con la vida de su mujer, Maria José
Carrasco, que llevaba varias décadas enferma de esclerosis múltiple y que,
reiteradamente, había solicitado ayuda para morir, dado que su estado le
impedía ejercer acción alguna, sobre ese respecto y sobre cualquier otro. Ángel
ha documentado las peticiones de su mujer al respecto y el proceso final en el
que acerca un vaso con barbitúricos diluidos en agua y una pajita a la boca de
Maria José, y ella bebe, siendo ese su último acto en este mundo.
Es
fácil pontificar y opinar sobre cosas que suceden a miles de kilómetros de
distancia, trivial hacerlo sobre realidades que uno no vive o conoce, qué fácil
es hablar y escribir. Lo difícil es vivir. Durante décadas Ángel ha visto la
descomposición de su mujer y el mantenimiento de la firme voluntad de ser
asistida en el final cuando ella, sabedora de la evolución de la enfermedad, ya
no podrá hacer nada. Años y años de descenso en las condiciones de vida, en las
expectativas, en la luminosidad de las tardes para convertirse en angustiosas
noches eternas, de jornadas de reclusión, de abandono de todo. En cuerpo y alma
se ha dedicado Ángel a cuidar a Maria José, negándose a acabar con la persona
que más quería, aún a sabiendas de que era el deseo de ella y que tarde o
temprano se iba a enfrentar al dilema moral de si ejercerlo o no. Qué fácil es,
desde la distancia, emitir un veredicto, juzgar en pocas palabras hechos tan
profundos y complejos, y aún es más
sencillo volcarlo en las redes y ajusticiar o alabar la conducta de Ángel,
siempre que uno no pase por un trago similar. ¿Cuántos, en la situación de
Ángel, hubieran huido? En un mundo en el que las parejas se rompen por
cuestiones cada vez más triviales, tontas y banales, en el que prometemos amor
perpetuo a otro semejante, pero rompemos nuestro encariñamiento por auténticas
bobadas, en una época de nula paciencia, escaso compromiso y casi ninguna
entrega personal, Ángel ha dado su vida por Maria José durante unos años que
nadie, excepto él, será capaz de recordar hasta qué punto han sido de entrega y
dolor. Su decisión, el acto de ofrecer ese vaso, quizás haya sido el más duro
de su vida, aquel que nunca pensó que llegaría, el que deseó con todas sus
fuerzas que no tuviera lugar. Y paradójicamente, puede que haya sido su último
acto de amor, de entrega, su postrera inmolación ante Maria José, a la que se
entregó en vida y ahora, una vez ella muerta, sigue ofreciendo su existencia en
forma de proceso judicial y de dolor personal. Durante el resto de su
existencia Ángel no podrá olvidar nunca ese momento del vaso, momento en el que
su amor cruzó el Rubicón que separa la esperanza del vacío, y sabrá para
siempre que sus manos, que con cariño infinito cuidaron a la persona que más
quería, fueron las mimas que ayudaron a acabar con esa vida que para él era
todo. ¿Es esto un enorme, inmenso acto de amor? Creo que sí, y creo que también
lo es de dolor. Sólo a quien se quiere con pasión y locura se le puede acatar hasta
la orden más loca, la que permite acabar con su propia vida. Tantos son los
casos de maltrato y violencia, fruto de celos y deseos de posesión que son
perversos, y frente a ellos, el ejemplo de Ángel y Maria José nos muestran
hasta qué punto el amor, palabra desgastada hasta el extremo, posee un sentido
y significado tan poderoso que nos puede enfrentar a dilemas como estos sin que
haya manera racional de abordarlos, sin que podamos discernir con razones. Qué
fácil es juzgar desde fuera, pero con qué instintivo pavor deseamos que situaciones
como estas no se den en nuestro entorno, que no nos pase nunca nada así.
Hace
unos años Michael Haneke realizó una película llamada “Amor” tan seria y amarga
como casi todas las suyas, en la que se plantea un dilema similar en una pareja
de ancianos. La película es excelente y de visión obligada, pero comprobé
asombrado que muchas personas, de mi entorno y de medios de comunicación, decían
preferir no verla porque era triste, porque te hacía pasar un mal rato. En
nuestro mundo, de gomaespuma vital y aparente vacío emocional, en el que
disfrutar lo es todo, ni ver una película que aborda un tema crudo resulta
aceptable para muchos. Como para imaginar cómo responderán, responderemos, ante
dilemas como estos si se dan en nuestras vidas. Qué sencillo es opinar, qué
trivial juzgar, nada se tarda en olvidar.
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