El
título del artículo de hoy es el de una de las expresiones o lemas que más
circularon durante la revuelta del mayo del 68 francés, un movimiento
estudiantil de protesta que logró poner París patas arriba y que demandaba
libertada, aunque sobre todo buscaba hedonismo y acercar los regímenes
democráticos occidentales a lo que se creía era el paraíso socialista. Debajo
de los adoquines de París no había playa alguna y el este de Europa escondía
dictaduras horrendas, pero el movimiento perduró en el tiempo como un momento
de libertad exaltada, y era necesario atestiguar que uno estuvo allí para ser
alguien. Si todos los que dicen haber sido revoltosos de la Sorbona en esa
fecha realmente lo fueran, París hubiese tenido la población de Beijing.
Y
he escogido este título para hoy porque quiero rememorar un episodio de mi
pasado que estos días se me repite mucho en la mente. A finales de los noventa
estaba yo, ingenuo (como ahora) en la universidad, con la carrera terminada, y
desarrollando los cursos de doctorado y la tesina con vistas a sacar una tesis
que nunca logré hacer. Pasaba mucho tiempo en el centro de cálculo, tanto por
motivos de trabajo como por puro ocio, y conocí allí a personas excelentes,
mucho más listas que yo, de las que hoy en día sigo aprendiendo. Uno de ellos
era PBN, un par de años mayor que yo, que ya estaba embarcado en su tesis y
también pasaba mucho tiempo en aquel lugar. A PBN le gusta el fútbol, y yo lo aborrezco,
y estábamos una vez hablando de no se qué y sacó él su pasión por el balón y el
equipo que le motiva, y como estaba yo un poco cansado de la plasta del fútbol
le solté todo serio que “eso del fútbol habría que prohibirlo”. PBN se giró
lentamente, me miró con cierta cara de conmiseración mezclada con desprecio,
como la de Clint Eastwood a cada de sus víctimas en cualquiera de sus
películas, y me soltó una perorata sobre quién era yo para pedir que se
prohibiera algo, si al final sólo iba a existir aquello que le gustase al
señorito y que la sociedad es mucho más abierta y plural de lo que es cada uno
de sus individuos, y pretender imponer gustos es una muestra de dictadura. Yo,
aunque utilicé un tono serio, no lo pensaba con tanta rotundidad, aunque no les
niego que sí con un cierto regustillo, pero PBN me contestó serio, directo,
adulto, como si realmente hubiera sentido una afrenta por parte de un chiquillo
caprichoso que no sabía lo que decía. Reflexioné bastante sobre aquel episodio
y, pese a que mi rechazo al fútbol no hace sino crecer día a día, ya entonces
no pude sino darle toda la razón a PBN y admitir que, aún soltándolo de
improviso, mi expresión y deseo de prohibir eran desacertados. Había dado
rienda suelta al censor que todos llevamos dentro, al diablillo que nos sugiere
que lo que nos gusta es superior a lo que no, y que si nos colocamos en una
posición de poder y decisión empieza a ejecutar restricciones, sesgos y
prohibiciones a tutiplén, porque todos deseamos el bien común que pasa, en
primer lugar, por el propio. Y el considerar que lo que uno ve bien es lo que
está bien es un paso que se otorga con una naturalidad pasmosa y que provoca
enormes conflictos en todas las sociedades. Ese día PBN me dio una lección que no
pocas veces recuerdo, y trato de volver a poner al frente de mis pensamiento,
porque el diablillo censor existe, también anida en mi, no se lo niego, y lucha
por hacerse un hueco hasta el control de mi garganta y brazos, para que pueda
pedir en voz alta y con gestos estentóreos que algo, lo que sea que no me
gusta, se prohíba. Y entonces la figura de PBN aparece en mi mente y sujeta al
diablillo censor, le impide el paso, trata de aprisionarlo, y evita que mi
persona haga el ridículo como aquel día en el centro de cálculo de la
universidad.
Vivimos
hoy en día tiempos extraños en los que los diablillos censores de todo el mundo
están desatados, corren por las redes sociales y no dejan de demandar, de
manera insistente y en todos los sentidos, que se prohíban cada vez más cosas
en aras de una corrección y de unas presuntas ofensas que ya no bordean lo
absurdo, sino que lo sobrepasan con creces. Conciertos, películas, actores, libros,
series, cuadros, todo está sujeto a un ejercicio de censura absoluto que no
deja de crecer y que no parece que pueda ser frenado, sino más bien es alentado
desde posiciones de poder. Una ola de puritanismo, de moralidad absoluta, que
no es sino el reflejo de diablillos censores que se desatan cuando el poder
llega a las manos de sus poseedores. Ay, PBN, ¡por qué no se te hará más caso!.