Cuando
ayer les comentaba que caía una tormenta a las ocho de la mañana en Madrid era
imposible prever que eso sería el preludio de un día, más
bien una tarde, que pasará a los anales de la meteorología local en forma de un
tormentón que anegó partes de la ciudad y afectó con saña a localidades
cercanas, especialmente Arganda del Rey y otras del sur como Pinto y
Valdemoro. El chubasco de la mañana fue duro, intenso, serio, con rayos y
granizo por momentos, pero breve, como manda la tradición en estos casos, y
pasados unos diez minutos no caía nada del cielo. Charcos abundantes y
alcantarillas haciendo gárgaras durante unos instantes, y el olor a tierra
mojada, el preticor, durante horas. Ideal
Por
la tarde noche la cosa fue bastante distinta. Me quedé un poco por la tarde en
la oficina, dado que en agosto no se trabaja a esas horas puedo hacerlo, para
seguir la evolución de una gran tormenta que estaba sita al sur de la ciudad.
Una formación enorme, oscura y que se movía muy muy despacio, vista desde mi
posición, que descargaba con fuerza en lo que luego descubrí eran Pinto y
Valdemoro. A unos cuantos kilómetros de donde yo estaba se empezaban a generar
problemas serios. Ramales de esa tormenta se extendía a este y oeste. Estos
últimos lograron alcanzar las localidades de Alcorcón y Móstoles, donde un
compañero de trabajo me informó que estaba granizando con bolas del tamaño de
canicas, más o menos como las que cayeron en mi barrio el pasado miércoles.
Afortunadamente no tan grande como para causar destrozos pero sí lo suficiente
como para asustar mucho y ensordecer. El ramal este de es tormenta se
aproximaba hacia el corredor del Henares y la zona de Arganda, una vez que
había superado mi barrio. Aproveché ese momento de calma para dejar la oficina
y, metro mediante, llegar a casa, donde había llovido en abundancia, pero ya
sólo goteaba, con un incesante rumor de truenos en la lejanía. Eran las seis de
la tarde y salí a inspeccionar el panorama nuboso, dando un paseo hacia un
altillo ajardinado que ahí a un par de kilómetros de mi casa, al borde ya de la
M40, que ofrece buenas vistas de la ciudad. En el camino apenas me llovió, pero
el rumor de truenos era creciente. Llegué a la atalaya, y Madrid e veía
bastante bien, enmarcada en un resol, porque gran parte de la tormenta ya la
había abandonado, pero en mi posición empezó a llover racheadamente y detrás de
mi el trueno no cesaba. Conseguí parapetarme junto a un árbol y, paraguas en
mano, esquivar la mayor parte de la lluvia, en medio de rayos que caían no muy
lejos. Poco a poco la lluvia fue a menos y la tormenta se alejó, en lo que sería
dirección a Arganda del Rey, por lo que me rozó el monstruo que acabó anegando
esa localidad. Desde donde yo estaba era imposible determinar la dimensión e
intensidad de la tormenta, de esas nubes negras y enormes que ocupaban toda la
vista pero que podían tener mucha o poca profundidad, imposible determinarlo.
No muy mojado, emprendí el camino de vuelta a casa porque veía que, por el sur,
se acercaba otra tormenta, que con su rumor ya llamaba a la puerta de la
ciudad, y consideré que ya había tenido bastante emoción por esa tarde. En el
paseo camino a casa apenas fueron trescientos metros los que llovieron con
intensidad, pero no sucedió nada remarcable. Llegué a eso de las 20 horas mientras
que el rumor de los truenos no cesaba de crecer, y formas caprichosas de las
nubes en el cielo adoptaban un aspecto de lo más tenebroso, retorciéndose y
dejando asomar protuberancias rugosas dignas de escenas de relatos de Stephen
King. Bajé las persianas casi del todo, porque ya la aplicación del radar
meteorológico indicaba que se acercaba un chubasco muy potente, y me preparé para
estar en el piso esperando. Se hizo de noche poco antes de las nueve menos
cuarto, y poco antes de las nueve empezó a descargar el esperado chubasco, sin
cesar, sin preludios, sin preavisos.
Cerca
de una hora estuvo cayendo una manta de agua que anegó por completo jardines y
caminos en mi barrio, pero que no lo inundó porque tiene pendiente, y los ríos
de las alcantarillas atascadas acababan cayendo hacia abajo, buscando el alivio
en zonas que intuía se inundarían de seguirla cosa así. Casi una hora de rayos
constantes, como flashes de periodistas a la llegada de los famosos, que
iluminaban sin cesar el cielo golpeándose unos a otros, y rumor incesante de
trueno que no eran golpes, sino timbales tocados en masa y desconcierto, en un
bramido constante e imparable. Para
cuando la intensidad de la tormenta decreció, varios barrios de Madrid estaban
inundados, líneas de metro cortadas, carreteras y variantes anegadas, y el
caos era el dueño de todo.
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