Westmisnter
es sagrado para los británicos, y por muchas causas. Allí se encuentra su
abadía, famosa en el mundo entero, la “catedral del oeste” que es lo que quiere
decir el nombre de ese lugar, así llamado por los residentes del antiguo
Londres, que se fundó en lo que ahora es la city. Al oeste, desde su punto de
vista, se encontraba la sede de la iglesia, el poder del cielo. Con los años,
junto a ella, se creó el parlamento, el gestor del poder en la tierra. En la
“Carta Magna”, depositada en Salisbury, se encuentra el primer caso, junto con
el de la corte de León, en el que el monarca absoluto ve recortado su poder,
que se traslada en parte a una asamblea de electos que delibera y toma
decisiones. Es el embrión del parlamentarismo moderno, su cuna.
La
decisión tomada ayer por Boris Johnson de cerrar el parlamento durante cinco
semanas, al borde de la fecha límite del Brexit, es una sucia, muy sucia
jugada, que ya era anticipada por algunos analistas como una de las vías que
tendría el primer ministro para acallar la contestación que en ese parlamento
iba a suscitar su gestión del Brexit. Con una mayoría cada vez más exigua, que
ahora apenas alcanza el valor de un diputado, sabe Johnson que basta un pequeño
trasvase de votos del grupo conservador para tirar abajo su plan de salida
abrupta, y eso le provoca un miedo horrible. Conoce perfectamente este otro
mandatario de pelos locos que su posición es mucho más débil de lo que
aparenta, y ante esta coyuntura ha escogido la salida deshonrosa, humillante y
zafia de acallar la voz del parlamento para evitar que le diga que no. Un
movimiento, que según parece la Reina estaba obligada a ratificar, que muestra
las oscuras formas de hacer política que, cada vez más, nos rodean a todos y
que, pásmense, han conseguido hacerse con el control del poder del Reino Unido,
una de las democracias más consolidadas y recias del mundo. En medio del Blitz
alemán, con las bombas golpeando la ciudad, Churchill arengaba desde esos
mismos bancos verdes cutrosos que se ven hoy en día en la tele, a una sociedad
asustada, casi tanto como lo estaba él, para que resistiera y no se rindiera
nunca. Fue el parlamento británico la voz que en esos días, años, los más
oscuros de la historia Europea de los últimos siglos, se mantuvo alta y firme,
como única luz en medio de la debacle. Johnson ha escrito una biografía sobre Churchill,
que no he leído, pero me queda una enorme duda de si entendió algo de lo que
supuso la vida de aquel legendario dirigente. O lo que es peor, me queda la
enorme certeza de que Johnson se fijó sólo en la gestión del poder, en las
formas para poder alcanzarlo y en la obstinación absoluta no por el bien de su
nación y conciudadanos, sino en su propio beneficio y ego. No tengo muy claro
hasta qué punto es constitucional la decisión tomada ayer, entre otras cosas
porque Reino Unido carece de constitución escrita y se rige por normas y
tradiciones forjadas a lo largo de siglos de práctica, pero si no estamos ante
un suave golpe de estado sí es que se lo parece lo suficiente como para
asustarse. ¿Qué es lo que va a suceder ahora? ¿Qué hará Johnson durante estas
semanas en las que, aparentemente, va a ocupar un papel de autócrata? ¿Cómo va
a soportar su partido, el conservador, el papel de defenderle tras una decisión
de semejante calibre? ¿Qué acciones, legales, van a tomar el resto de
formaciones políticas para tratar de parar esto? Y la sociedad británica, de la
que tanto tenemos que aprender todos los demás en tantas cuestiones (y ellos
también de nosotros, sí) ¿qué va a hacer? Esto empieza ya a ser no sólo una
discusión sobre el Brexit, que es de por sí un asunto de enorme trascendencia,
sino un debate sobre la legitimidad del poder que ahora gestiona el país y lo
que ese poder ha hecho con sus atribuciones. Una vez creado el precedente, ¿qué
impide que otro primer ministro actúe de igual manera y suspenda nuevamente el
parlamento, por el tiempo que determine? ¿y si lo suspende indefinidamente?
Comentaba
ayer, en plan de coña, que ante el desastre que ha sido la historia europea del
siglo XX era el Reino Unido el destino obvio para exiliarse para españoles y miembros
de otras nacionalidades, envueltos sus países en guerras y desastres varios.
Londres era sinónimo de seriedad, rigor, pragmatismo, libertades ante todo,
democracia representativa, estado de derecho, ley, regulación, seguridad y
orden. Muchas distopías futuristas encarnan sus más sombrías predicciones en la
caída de la democracia británica y su sustitución por un régimen despótico que
traicione todo lo que Reino Unido ha sido en el pasado. Dudo que Johnson sea el
preludio de algo así, pero también tengo claro que no le importaría mucho si
sucediera con él al frente del gobierno. Lo de ayer, además de tristeza, da
miedo.
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