Qué
pesados somos los que vivimos en Madrid. Llueve en la ciudad e inundamos las
redes mucho antes de que rebosen las alcantarillas para comunicárselo a todo el
mundo, de tal manera que parece que llueve en todo el país. El resto de la
nación puede estar metida en sus asuntos sin descanso, pero saben que en Madrid
llueve. Sería para colgarnos a todos del palo mayor si no fuera porque llover
es algo tan esporádico, infrecuente, necesario y deseado en Madrid como,
pongamos, ligar en el País Vasco, y cada vez que se produce, al menos lo
primero, se comunica con efusividad desatada, haciendo partícipes a todos los que
a uno le rodean, estén interesados en ello o no. De lo otro, de lo de ligar en
Bilbao y alrededores, si se da, no se suele informar.
Ayer
quedé por la tarde con el bueno de MLlP para hacer una visita a una de las
últimas terrazas que se han abierto en la ciudad, la del edificio España, que
tras años de abandono y obras ha sido reinaugurado por la cadena hotelera RIU
tras no poca polémica en su proceso de adjudicación y obra. Demandas cruzadas e
intereses de todo tipo siguen pleiteando en los tribunales al respecto de este
gafado edificio, pero lo cierto es que RIU ha inaugurado parcialmente el hotel
y abierto la terraza en lo alto, planta 27, a una altura de unos 110 metros
sobre la calle. Las vistas desde lo alto merecen la pena, porque muestran un Madrid
de tejados en el centro y verdes bosques en el flanco de la casa de campo. La
orografía de la ciudad, llena de cuestas y desniveles, impide que uno pueda
hacerse a la idea de su fisonomía completa, pero se ofrece una visión de la
urbe y la sierra que merece mucho la pena. Allí arriba, en medio de un paisaje
impactante y un paisanaje casi más, que atestaba el lugar, convertido en un bar
de copas muy caras, se podían ver algunas de las tormentas que estaban
previstas para la jornada de ayer y que, en principio, iban a llegar a la
ciudad por la tarde. A eso de las 20 horas no había caído gota alguna en
Madrid, pero en la sierra y corredor del Henares ya habían descargado chubascos
de consideración. Se observaban desde la terraza dos grandes núcleos tormentosos,
perfectamente conformados, uno al norte noreste y otro al este, que se movían
demasiado lentos como para, desde nuestra posición, determinar su rumbo. Eran
nubes imponentes, cumulonimbos completamente desarrollados, ya topados por las
capas altas de la atmósfera que ofrecían todas las formas asociadas a estas
nubes y unos colores espectaculares, fruto del ocaso de un Sol al que no le
quedaba mucho para ponerse. A eso de las 21 bajamos de la terraza y fuimos a
cenar algo por el centro, no sin comprobar antes que algunas de las nubes ya
empezaban a mostrar los tonos ocres y rojos propio del final del día, el
candilazo que se llama, y que parecían estar cada vez más cerca. Cenamos,
charlamos un rato y poco antes de las 22 nos despedimos, cogiendo yo el metro
camino a mi casa y mi amigo la calle y voluntad para, mediante un muy largo
paseo, legar a la suya, en una de sus caminatas que tanto le gustan y tan
pocos, seguro, son capaces de seguir. Vi en el metro, en una de las estaciones
que tenía acceso a red, que la aplicación del radar meteorológico mostraba un
impactante núcleo de tormenta en el este de la ciudad, prácticamente encima del
aeropuerto de Barajas, y el mapa la pintaba de color violeta, uno de los más
intensos posibles de la gama, que suele ser señal de granizo. La extensión de
la tormenta no era mucha por el lado de la ciudad, pero sí lo suficiente, según
veía en el mapa, para llegar al borde de mi barrio, sito en el lado este. Con
esta información hice el intercambio que debía para acceder a la línea que me
lleva a casa y, parada a parada, confiaba en llegar antes que la lluvia. Al
llegar a mi estación y subir las escaleras mecánicas noté que se filtraba por
los túneles el olor a tierra mojad, preticor, que se asocia a la lluvia, y
empecé a temer empaparme.
Salí
de la boca del metro y el cielo, cubierto, me esperaba. Rayos abundantes, algo
de vendaval y unas primeras gotas que, en efecto estaban cayendo, pero aún no
habían mojado plenamente la calle. Aceleré el paso para recorrer los
trescientos metros, más o menos, que tengo del metro al portal, y a mitad de
camino las gotas, ya gordas, se convirtieron en granizos pequeños, como canicas,
que empezaron a caer, al principio dispersos, en buena compañía cuando estaba a
cincuenta metros del portal. Bastó esa distancia., ínfima, para empaparme, y
llegar a casa algo mojado. Subí en el ascensor viendo el mundo mojado a través
de mis gafas y entré en casa en medio del estruendo de una granizada con rayos
de fondo que, durante unos veinte minutos, descargó con saña contra un suelo, árboles,
edificios y demás enseres que no habían visto caer gota alguna del cielo desde
hace ya algunos meses. Y claro, no tenía más remedio que contarlo.
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