jueves, agosto 22, 2019

Tormenta de granizo


Qué pesados somos los que vivimos en Madrid. Llueve en la ciudad e inundamos las redes mucho antes de que rebosen las alcantarillas para comunicárselo a todo el mundo, de tal manera que parece que llueve en todo el país. El resto de la nación puede estar metida en sus asuntos sin descanso, pero saben que en Madrid llueve. Sería para colgarnos a todos del palo mayor si no fuera porque llover es algo tan esporádico, infrecuente, necesario y deseado en Madrid como, pongamos, ligar en el País Vasco, y cada vez que se produce, al menos lo primero, se comunica con efusividad desatada, haciendo partícipes a todos los que a uno le rodean, estén interesados en ello o no. De lo otro, de lo de ligar en Bilbao y alrededores, si se da, no se suele informar.

Ayer quedé por la tarde con el bueno de MLlP para hacer una visita a una de las últimas terrazas que se han abierto en la ciudad, la del edificio España, que tras años de abandono y obras ha sido reinaugurado por la cadena hotelera RIU tras no poca polémica en su proceso de adjudicación y obra. Demandas cruzadas e intereses de todo tipo siguen pleiteando en los tribunales al respecto de este gafado edificio, pero lo cierto es que RIU ha inaugurado parcialmente el hotel y abierto la terraza en lo alto, planta 27, a una altura de unos 110 metros sobre la calle. Las vistas desde lo alto merecen la pena, porque muestran un Madrid de tejados en el centro y verdes bosques en el flanco de la casa de campo. La orografía de la ciudad, llena de cuestas y desniveles, impide que uno pueda hacerse a la idea de su fisonomía completa, pero se ofrece una visión de la urbe y la sierra que merece mucho la pena. Allí arriba, en medio de un paisaje impactante y un paisanaje casi más, que atestaba el lugar, convertido en un bar de copas muy caras, se podían ver algunas de las tormentas que estaban previstas para la jornada de ayer y que, en principio, iban a llegar a la ciudad por la tarde. A eso de las 20 horas no había caído gota alguna en Madrid, pero en la sierra y corredor del Henares ya habían descargado chubascos de consideración. Se observaban desde la terraza dos grandes núcleos tormentosos, perfectamente conformados, uno al norte noreste y otro al este, que se movían demasiado lentos como para, desde nuestra posición, determinar su rumbo. Eran nubes imponentes, cumulonimbos completamente desarrollados, ya topados por las capas altas de la atmósfera que ofrecían todas las formas asociadas a estas nubes y unos colores espectaculares, fruto del ocaso de un Sol al que no le quedaba mucho para ponerse. A eso de las 21 bajamos de la terraza y fuimos a cenar algo por el centro, no sin comprobar antes que algunas de las nubes ya empezaban a mostrar los tonos ocres y rojos propio del final del día, el candilazo que se llama, y que parecían estar cada vez más cerca. Cenamos, charlamos un rato y poco antes de las 22 nos despedimos, cogiendo yo el metro camino a mi casa y mi amigo la calle y voluntad para, mediante un muy largo paseo, legar a la suya, en una de sus caminatas que tanto le gustan y tan pocos, seguro, son capaces de seguir. Vi en el metro, en una de las estaciones que tenía acceso a red, que la aplicación del radar meteorológico mostraba un impactante núcleo de tormenta en el este de la ciudad, prácticamente encima del aeropuerto de Barajas, y el mapa la pintaba de color violeta, uno de los más intensos posibles de la gama, que suele ser señal de granizo. La extensión de la tormenta no era mucha por el lado de la ciudad, pero sí lo suficiente, según veía en el mapa, para llegar al borde de mi barrio, sito en el lado este. Con esta información hice el intercambio que debía para acceder a la línea que me lleva a casa y, parada a parada, confiaba en llegar antes que la lluvia. Al llegar a mi estación y subir las escaleras mecánicas noté que se filtraba por los túneles el olor a tierra mojad, preticor, que se asocia a la lluvia, y empecé a temer empaparme.

Salí de la boca del metro y el cielo, cubierto, me esperaba. Rayos abundantes, algo de vendaval y unas primeras gotas que, en efecto estaban cayendo, pero aún no habían mojado plenamente la calle. Aceleré el paso para recorrer los trescientos metros, más o menos, que tengo del metro al portal, y a mitad de camino las gotas, ya gordas, se convirtieron en granizos pequeños, como canicas, que empezaron a caer, al principio dispersos, en buena compañía cuando estaba a cincuenta metros del portal. Bastó esa distancia., ínfima, para empaparme, y llegar a casa algo mojado. Subí en el ascensor viendo el mundo mojado a través de mis gafas y entré en casa en medio del estruendo de una granizada con rayos de fondo que, durante unos veinte minutos, descargó con saña contra un suelo, árboles, edificios y demás enseres que no habían visto caer gota alguna del cielo desde hace ya algunos meses. Y claro, no tenía más remedio que contarlo.

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