Es
Dubái una especie de Walt Disney para millonarios, un parque temático enfocado
a señores adinerados que se compran un piso en esa urbe de fantasía, con el
infinito desierto a sus espaldas y el gogo pérsico de frente, plagado de islas
artificiales, canales, yates inmensos y centros comerciales donde refugiarse
del infinito calor exterior y gastar sin límite. Es uno de los emiratos que
forman parte de Emiratos árabes Unidos, EAU, y carece prácticamente de
hidrocarburos, por lo que se las ha ingeniado para prosperar a base de vender
el paraíso para potentados. Mantiene el rigorismo islámico hasta el extremo,
por lo que si uno tiene dinero y es hombre, pocos problemas padecerá. En caso
contrario, el panorama es mucho más sombrío.
Estos
días se le ha puesto cara en muchos medios del mundo al emir de Dubái, el jeque
Mohamed Bin Rashid al Maktum, al que llamaré el jeque para simplificar, a
cuenta de un problema conyugal de primer orden. Una de sus esposas, que ya
saben que la poligamia no está permitida por el islam pero la practican muchos,
ha huido a Londres y solicita medidas cautelares para buscar protección para
ella y para sus hijos, alguno de los cuales intentó escapar del emirato con
suerte dispar hace algunos años.
El artículo de Walter Oppenheimer de este pasado domingo en El País relata las
vicisitudes de esta mujer, Haya, y de sus hijos, y revela un escenario de
auténtica pesadilla en el que el jeque no sólo ejerce el poder absoluto
sobre las finanzas y política del emirato, encarnando una dictadura clásica de
las que se estilan por la zona, sino que también trata a su familia con la
misma condescendencia con la que emplearía alguno de sus múltiples coches.
Acusaciones de malos tratos, retenciones, secuestros de facto, escenas de
terror que se desarrollan en el interior de palacios suntuosos con vistas a
rascacielos de ensueño… el panorama que se muestra es de auténtico terror. La
estrategia del jeque, de cara a la galería, ha sido la de vender un Dubái
occidental, moderno, atractivo para las clases pudientes occidentales, para las
que la religión es algo exótico durante su primer fin de semana de estancia en
el lugar y algo completamente ajeno después. No es Nueva York, pero si pretende
ser una Miami del golfo, un lugar de recreo y ensueño, lleno de billetes y
placeres para los que el islam no sea un problema. Emaar, la empresa del jeque encargada del
desarrollo inmobiliario de la ciudad, está presenten en las mayores ciudades de
occidente y comercializa residencias en aquel lugar para tratar de captar así
inversiones de postín. Uno pasea por el centro de París o Londres y se
encuentra oficinas de ese emporio vendiendo pisazos o villas en islas creadas
de la nada. Lo cierto es que si uno se va a vivir a ese lugar, o pasa largas
estancias en él, debe ser consciente de hasta qué punto es falso lo que ve y
vive, falso no sólo por la artificialidad de una arquitectura insostenible en
un entorno desértico sino, sobre todo, por la sensación de apertura y vida
libre que se ofrece en lo que no es sino una extraña y hasta cierto punto distópica
jaula de oro. El caso de Haya es horrible, pero sin duda alguna responde a lo
que viven la mayor parte de las mujeres en esa zona del mundo, y en el caso de
la jequesa las comodidades materiales ayudan a sobrellevar la prisión en la que
se encuentra. Piense en las miles, millones de mujeres de esas naciones que, independientemente
de su nivel económico, viven en una cárcel, de oro o de adobe, sometidas al
deseo de sus maridos, que los tratan como vulgares posesiones, como una versión
de camellos de dos piernas en vez de cuatro patas. ¿Por qué se consiente esto?
Una de las imágenes que ilustran el reportaje al que antes me refería muestra
al jeque luciendo el protocolo, absurdo, que rige en las carreras de Ascott,
con su chaqué y sombrero de copa, saludando a la reina de Inglaterra. Ella sabe
todo lo que pasa en los dominios de quien le mira, y también conoce cuánto
dinero la familia del jeque y sus amigos invierten cada año en un Reino Unido
que, cada vez más, es comprado al mejor postor, en forma de palacios, pisos,
edificios de oficinas o centros comerciales de titularidad extranjera.
Sabe
la Reina Isabel que para el jeque que le mira ella vale lo mismo que cualquier otra
mujer, nada, pese a ser la soberana de una nación y una de las mujeres más
ricas del mundo. Conoce hasta qué punto el invisible manto de la ley y
jurisprudencia occidental le permite disfrutar de derechos que en Dubái son
inconcebibles, y seguro que tiene la sensación de que cuando mira al jeque o le
da la mano, sus dedos atraviesan ese manto protector y notan la frialdad de los
del carcelero que, despótico, sin freno alguno, ejerce su antediluviana
voluntad contra aquellos y aquellas a las que considera inferiores, indignas de
su presencia. El caso de Haya es una muestra de que, en nuestro mundo, apenas unas
horas de vuelo equivalen a una máquina del tiempo, que permite poder viajar al
pasado y conocer cómo era la Edad Media.
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