martes, agosto 13, 2019

Nos la jugamos en Hong Kong


Eran espectaculares las imágenes de ayer, en las que miles de manifestantes, jóvenes en su mayor parte, ocupaban las enormes y modernísimas instalaciones del aeropuerto de Hong Kong, uno de los más importantes del mundo, provocando su cierre al impedir las operaciones de facturación y salida de viajeros. Las escenas, sin violencia, pero cargadas de tensión, mostraban como la revuelta en pos de los derechos democráticos en aquella ciudad no deja de crecer y conquistar nuevos espacios, a la vez que aumenta la intensidad del pulso no ya con las autoridades locales, sobrepasadas hace mucho tiempo, sino con el propio gobierno chino, auténtico Gran Hermano que vigila todo lo que allí sucede y medita los pasos a seguir.

La crisis de Hong Kong hace tiempo que ha superado la revuelta inicial en contra del proyecto de extradición a la China continental y se ha convertido en una revolución como la del terciopelo checoslovaco o la naranja ucraniana, un movimiento social masivo en favor de recuperar unas libertades o, en este caso, de mantenerlas frente al poder totalitario que se esconde al otro lado de la frontera, en la China continental. La cesión de la colonia británica en 1997 (aprende, España, si eres poderosa Gibraltar será tuya, si eres poca cosa no) establecía un régimen económico y legal especial que duraría, creo, cincuenta años, en los que aquella ciudad sería una especie de isla en ambas cuestiones. En lo económico las infinitas diferencias que existían entre Hong Kong y China se han ido diluyendo, de tal manera que el gigante asiático ya tiene urbes comparables y un tejido empresarial del que la excolonia requiere para su supervivencia, pero en lo político la situación no ha variado nada. Si me apuran, el hecho de que hayan pasado tantos años y que la dictadura china persista hace que las cosas estén aún peor. Y no es que se haya producido relajo alguno en el omnímodo poder del partido comunista chino, sino más bien al contrario. De una forma más amable pero igualmente rígida en el fondo, y exprimiendo al máximo las capacidades tecnológicas, el régimen de Pekín mantiene la mano más dura posible para controlar todo lo que pase en su territorio. Su gasto en defensa es enorme, sí, pero aún es mayor lo que dedica a seguridad interior, para acallar cualquier conato de protesta y perseguir a la disidencia allá donde esta pueda esconderse. Los métodos opresivos han cambiado pero la intención sigue siendo la misma, y desde luego el régimen no puede consentir una zona díscola, levantada contra él, y además en el enorme escaparate global que es Hong Kong, donde los medios internacionales e internet están disponibles para poder contar al resto del mundo lo que pasa. Al otro lado de la frontera, en la vertiente china, se acumulan tropas y tensión. El gobierno de Pekín medita mucho que hacer, cómo y cuándo actuar para sofocar una protesta que hace mucho que excedió los límites de lo tolerable, es decir, nada. Durante unas semanas ha confiado en la policía de la excolonia, que apenas ha podido contener a los manifestantes, y que poco a poco ha endurecido su actitud, pero que muestra su escasa capacidad y, probablemente, tamaño inadecuado para una urbe que no destaca por problemas de violencia urbana. ¿Entrarán las tropas chinas a sangre y fuego en las calles de Hong Kong y aplastarán la revuelta, como si de un Tianan Men II se tratase? No tengo dudas de que ese es uno de los escenarios que las autoridades de Pekín tienen sobre la mesa, y si consideran que es lo más útil, lo ejecutarán sin dudarlo un minuto. De hecho, harán lo que crean más conveniente, sin importarles en lo más mínimo las repercusiones humanas, sociales e internacionales.

Esa indiferencia ante lo que opinen los demás es un rasgo muy típico de toda dictadura, y garantiza que la violencia pueda ser utilizada sin freno, pero es que además, en este caso, sabe el gobierno chino que los Hongkoneses están solos, que si entra y arrasa a los manifestantes la comunidad internacional emitirá comunicados de protesta, pero no será capaz de tomar medidas contra un gigante económico y político como China, la segunda economía del mundo. Esa es la principal diferencia entre Hong Kong y el Berlín de la guerra fría. Ambas urbes luchan por su libertad frente a un imperio comunista, pero los berlineses no estaban solos, occidente estaba, estábamos con ellos. Los manifestantes de Hong Kong saben que nadie moverá un dedo para defenderles de un ataque chino, y eso exacerba su desesperación y lo envuelve todo en un cruel cinismo.

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