Eran
espectaculares las imágenes de ayer, en las que miles de manifestantes, jóvenes
en su mayor parte, ocupaban las enormes y modernísimas instalaciones del
aeropuerto de Hong Kong, uno de los más importantes del mundo, provocando
su cierre al impedir las operaciones de facturación y salida de viajeros. Las
escenas, sin violencia, pero cargadas de tensión, mostraban como la revuelta en
pos de los derechos democráticos en aquella ciudad no deja de crecer y
conquistar nuevos espacios, a la vez que aumenta la intensidad del pulso no ya
con las autoridades locales, sobrepasadas hace mucho tiempo, sino con el propio
gobierno chino, auténtico Gran Hermano que vigila todo lo que allí sucede y
medita los pasos a seguir.
La
crisis de Hong Kong hace tiempo que ha superado la revuelta inicial en contra
del proyecto de extradición a la China continental y se ha convertido en una
revolución como la del terciopelo checoslovaco o la naranja ucraniana, un
movimiento social masivo en favor de recuperar unas libertades o, en este caso,
de mantenerlas frente al poder totalitario que se esconde al otro lado de la
frontera, en la China continental. La cesión de la colonia británica en 1997
(aprende, España, si eres poderosa Gibraltar será tuya, si eres poca cosa no)
establecía un régimen económico y legal especial que duraría, creo, cincuenta
años, en los que aquella ciudad sería una especie de isla en ambas cuestiones.
En lo económico las infinitas diferencias que existían entre Hong Kong y China
se han ido diluyendo, de tal manera que el gigante asiático ya tiene urbes
comparables y un tejido empresarial del que la excolonia requiere para su
supervivencia, pero en lo político la situación no ha variado nada. Si me
apuran, el hecho de que hayan pasado tantos años y que la dictadura china
persista hace que las cosas estén aún peor. Y no es que se haya producido
relajo alguno en el omnímodo poder del partido comunista chino, sino más bien
al contrario. De una forma más amable pero igualmente rígida en el fondo, y
exprimiendo al máximo las capacidades tecnológicas, el régimen de Pekín
mantiene la mano más dura posible para controlar todo lo que pase en su
territorio. Su gasto en defensa es enorme, sí, pero aún es mayor lo que dedica
a seguridad interior, para acallar cualquier conato de protesta y perseguir a
la disidencia allá donde esta pueda esconderse. Los métodos opresivos han
cambiado pero la intención sigue siendo la misma, y desde luego el régimen no
puede consentir una zona díscola, levantada contra él, y además en el enorme
escaparate global que es Hong Kong, donde los medios internacionales e internet
están disponibles para poder contar al resto del mundo lo que pasa. Al otro
lado de la frontera, en la vertiente china, se acumulan tropas y tensión. El gobierno
de Pekín medita mucho que hacer, cómo y cuándo actuar para sofocar una protesta
que hace mucho que excedió los límites de lo tolerable, es decir, nada. Durante
unas semanas ha confiado en la policía de la excolonia, que apenas ha podido
contener a los manifestantes, y que poco a poco ha endurecido su actitud, pero
que muestra su escasa capacidad y, probablemente, tamaño inadecuado para una
urbe que no destaca por problemas de violencia urbana. ¿Entrarán las tropas
chinas a sangre y fuego en las calles de Hong Kong y aplastarán la revuelta,
como si de un Tianan Men II se tratase? No tengo dudas de que ese es uno de los
escenarios que las autoridades de Pekín tienen sobre la mesa, y si consideran
que es lo más útil, lo ejecutarán sin dudarlo un minuto. De hecho, harán lo que
crean más conveniente, sin importarles en lo más mínimo las repercusiones
humanas, sociales e internacionales.
Esa
indiferencia ante lo que opinen los demás es un rasgo muy típico de toda
dictadura, y garantiza que la violencia pueda ser utilizada sin freno, pero es
que además, en este caso, sabe el gobierno chino que los Hongkoneses están
solos, que si entra y arrasa a los manifestantes la comunidad internacional
emitirá comunicados de protesta, pero no será capaz de tomar medidas contra un
gigante económico y político como China, la segunda economía del mundo. Esa es
la principal diferencia entre Hong Kong y el Berlín de la guerra fría. Ambas
urbes luchan por su libertad frente a un imperio comunista, pero los berlineses
no estaban solos, occidente estaba, estábamos con ellos. Los manifestantes de
Hong Kong saben que nadie moverá un dedo para defenderles de un ataque chino, y
eso exacerba su desesperación y lo envuelve todo en un cruel cinismo.
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