Llegué
ayer a Madrid con el autobús a la hora prevista, aunque cierta congestión en la
M30 hizo que entrásemos en la estación con unos diez minutos de retraso sobre
el horario habitual. Lloviznaba, una capa de nubes bajas cubría el cielo y, por
lo que pude apreciar, la parte alta de las torres de la Castellana. Desde la
ventana del bus, mojada con incontables gotitas, no había paisaje, sino luces
amorfas repartidas sin ton ni son, que lo llenaban todo pero eran
indistinguibles. Correspondían a pisos y oficinas, sin saber muy bien a cuál
correspondía cada una de esas presentes formas luminosas. La sensación que
ofrecían era, con el plomizo cielo, de cierto agobio, abigarramiento.
En
cierto modo, el paisaje de ayer era una demo, un pequeño juguete, que recordaba
a esas escenas urbanas de Blade Runner que tanto hemos identificado con la
ciudad distópica, futurista, moderna, decrépita y lluviosa que esa película nos
enseñó a todos. En este noviembre, al que apenas le quedan unos pocos días,
hemos llegado al futuro que se planteaba en esa película, ya que era el
noviembre de 2019 el escenario temporal planteado por Ridley Scott en su obra.
Estrenada en 1982, ponía su horizonte temporal treinta y siete años por
delante, una cifra que no es corta, pero que se inscribe perfectamente en el
ámbito vital del ser humano, y que desde nuestro tiempo actual nos llevaría a
saltar hasta el 2056. La película no fue un éxito instantáneo, pero sí se consolidó
como un referente del género en pocos años y como una obra imprescindible para
los amantes del cine en otros años más. Su argumento es algo confuso, como
todos los que se basan en las novelas de ese genio que era Philip K Dick, y
contó con las interpretaciones de un Harryson Ford que lo bordó, como siempre,
y un pequeño papel de Rutger Hauer, que prácticamente improvisó el discurso
final de su personaje, esas lágrimas en la lluvia, que son ya parte de la
historia del cine y del arte. Del futuro planteado en el filme no existen los
replicantes, esos seres humanos creados artificialmente dotados de intelecto y
fuerza, pero no de sentimientos, ni las colonias en el espacio en las que
trabajan esos seres, ni nada que se le parezca, aunque uno pasea por la calle y
se encuentra a ejércitos de humanos abducidos por su teléfono móvil que pueden
pasar perfectamente por una subespecie. Sí tenemos con nosotros a las grandes
corporaciones, de las que Tyrrell, al fabricante de los replicantes en la
película, es el exponente credo por Scott para ejemplificar el poder creciente
de los emporios tecnológicos e industriales, que hoy en día dominan parte de
nuestra existencia. Las empresas tecnológicas más conocidas del mundo ocupan el
papel de esa siniestra corporación que juega a ser el villano en la película
pero que, como nuestras empresas del silicio, lo hace todo por el bien de la
humanidad. Realmente creo que el filme no jugaba a ser futurista y acertar,
quizás a sabiendas de que ese empeño siempre está condenado a un melancólico
fracaso, sino que planteaba un dilema ético y humano que puede darse en un
escenario futurista o no. El trabajo de los Blade Runner, los cazadores de
replicantes, encarnados en el protagonista Rick Deckard, es el de desenmascarar
los peligros que se encuentran sumidos en presuntos humanos que no lo son, y algo
parecido es lo que realizan los cuerpos de inteligencia policial para captar células
durmientes yihadistas, o la labor que día a día especialistas en seguridad y
contraespionaje desarrollan rastreando la red persiguiendo perfiles falsos de
boots, hackers y demás personajes que se hacen pasar por lo que no son para
realizar actividades ilegales o, como mínimo, encubiertas. Hoy en día los
replicantes no adoptan un cuerpo humano, pero cada vez más sí un lenguaje y una
conversación en nuestras pantallas que les asemejan a nosotros, sin que lo
sean, y nos puedan engañar. ¿Está Harryson Ford ahí para protegernos?
En
el año de la película Japón era la estrella ascendente de la economía global, y
quizás sean nipones los caracteres de la cartelería asiática que se muestra en
muchas de las escenas de una supuesta Los Ángeles del mañana. Hoy es China el
poder que crece sin freno, por lo que la peli sí acertó en la “asiatización” si
se me permite el palabro, del futuro. Dentro de treinta y siete años no se cómo
serán ni nuestras ciudades ni nuestras vidas, ni si estaré aquí para poder
verlo, pero a buen seguro, cuando sea de noche y llueva, y las luces urbanas se
difuminen en la lluvia posada en los cristales, a más de uno le vendrá a la
mente la banda sonora de Vangelis y se acordará de esa película de replicantes
que tanto impactó en su momento y, probablemente, siga tan viva.
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