Este
domingo hay elecciones generales. Desganadas, repetitivas, con pinta de mostrar
otra vez un bloqueo, con listas populistas extremistas a izquierda y derecha
que obtendrán resultados mucho mejores de los que se merecen, y con un cuerpo
electoral que mira con resignación, cuando no ira, a sus presuntos
representantes y el sistema que los elige. A pesar de todo, debemos ir a votar.
Porque votar, las elecciones, la democracia, es algo que tiene un valor
inmenso, que no lleva demasiado tiempo entre nosotros y que debemos defender,
día a día, con su ejercicio, más allá del torticero uso que hagan de ella los
que se presentan, o eso dicen, para defenderla, y piden nuestro sufragio.
En
los países del este se vota desde hace aún menos tiempo que en España, a ellos
la democracia les llegó bastante más tarde, después de haber sufrido una
dictadura aún más atroz que la nuestra, residuo de una guerra mundial que deja
a la nuestra civil convertida en un tebeo. Mañana
se cumplen treinta años de la caída del muro de Berlín, un acontecimiento
histórico que, en cierta medida, marcó el final del siglo XX, un siglo corto
para algunos historiadores, que comenzó con la primera guerra mundial de 1914 y
se acabó cuando los cascotes de esa muralla cayeron y se llevaron el comunismo
que los erigió. En las naciones del este se vivió, desde el final de la guerra,
una ocupación militar, social y política por parte de la entonces llamada URSS,
que las convirtió en satélites de su imperio, meras marcas medievales para
tener un colchón defensivo frente a un occidente que, devastado tras la guerra,
podría ser una nueva amenaza para sus intereses. Los ciudadanos de esos países
de la órbita de Moscú vivieron durante décadas en una realidad alternativa, en
la que se les bombardeaba constantemente con la propaganda soviética para
hacerles creer que el sistema en el que vivían era el mejor del mundo, el más
avanzado, el más libre y protector. Si el franquismo no logró engañar a mucha
gente en España, más allá de los pocos convencidos (y algunos iluminados que se
presentan a las elecciones este domingo) el comunismo fue mucho más efectivo, pero
no tanto en el engaño como en la persuasión, en el arte de someter a la
población. Dictamino que, si los esfuerzos fracasaban y permanecían ciudadanos
que no creían en el régimen y aspiraban a dejar sus naciones, se erigiría un
muro que lo impidiera. Durante toda su existencia ese muro era legal, mental y
emocional, pero en Berlín se convirtió en una valla física, en una tierra de
nadie llena de trincheras, garitas y puestos de tiro, en la que se mataba a los
que trataban de huir del llamado entonces sector soviético al sector
occidental. En Berlín se jugó, en gran parte, el futuro de todos nosotros,
porque cada dos por tres se producían tensos incidentes que tenían la capacidad
de llevar a la guerra a las dos superpotencias. Hubo otros muchos escenarios de
tensión (Cuba, Latinoamérica, África, etc) pero en Berlín los presuntos
enemigos se veían las caras. En los puestos fronterizos del Check Pint Charlie
o Friedrichstrasse o la estación del Zoo se vivían diariamente escenas de tensión
en las que un disparo de fusil de un lado podía alcanzar a un vigilante del
otro. A veces pienso que no sabemos la suerte que tenemos de que esos años de guerra
fría que ahora, de manera inconsciente algunos añoran, pudieron haber colapsado
de forma accidental o premeditada en una guerra global de horripilantes consecuencias.
Afortunadamente eso no pasó, pero lo cierto es que el proceso de derrumbe del
comunismo en el este se dio de una manera igualmente accidental, casi no
prevista. El ejército de kremlinólogos que llenaban platós de televisión y
servicios de estudios desde hacía décadas apenas atisbó el colapso que se vivía
al otro lado del telón de acero, colapso en todas las áreas imaginables, que
degeneró en ese nueve de noviembre de 1989, cuando la gente empezó a cruzar el
muro hacia el Berlín occidental, las alambradas dejaron de ser vigiadas y unos
tímidos picos empezaron a golpear esas murallas de la vergüenza.
Hoy,
treinta años después, el imperio soviético parece una antigualla de la era
babilónica pero Rusia sigue ahí, malmetiendo a los países europeos. Las naciones
del este están integradas en la UE, y sus niveles de vida y prosperidad son los
más altos que han conocido en su historia, pero sus gobiernos, elegidos democráticamente,
renuevan comportamientos que se deslizan hacia el autoritarismo, o el
iliberalismo como se dice ahora, henchidos de un nacionalismo desmedido que
trata de coartar libertades en nombre de patria y fe. El aniversario de la caída
del muro merece ser celebrado como lo que fue y es, un hito en la conquista de
la libertad, pero observar el panorama político que ofrecen los antiguos países
ocupados genera preocupación.
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