El
vídeo está tomado de una manera en la que no es posible apreciar en detalle la
escena que nos interesa, pero el sonido la refleja a la perfección, y la
tensión se puede palpar en la imagen, en su mayor parte un plano estático y
algo ladeado. El sujeto que la protagoniza empieza a meterse contra una
pasajera, a la que avisa de que no le va a pegar porque es chica, pero apenas
tarda unos segundos en asir el argumentario racista y pedirle que se vuelva a
su país, que se largue de donde está. El propósito de no ser violento dura
pocos segundos, porque el agresor potencial se convierte en agresor efectivo, y
pega a la mujer. Violencia
física, verbal y de todos los tipos en una escena que destila racismo en cada
uno de sus fotogramas.
Afortunadamente
no son habituales escenas de este tipo en nuestra vida diaria, pero negarlas es
tan absurdo como inútil. El racismo existe, más o menos larvado, y el cada vez
más intenso bombardeo por parte de las formaciones políticas que basan en la
identidad excluyente su mensaje no hace sino acrecentarlo. El nacionalismo, da igual
el apellido que adopte, posee un componente supremacista que lo define por
completo. Yo soy diferente a ti porque yo soy superior, es lo que dicen todos
los nacionalistas. Se envuelven en banderas y las usan para besarlas con ardor
y arrojarlas contra otros, henchidos de un orgullo que, en vez de transformarlo
en amor solidario, se convierte en egoísmo. Como otros sentimientos, el amor
hacia el territorio en el que uno vive no es malo por definición, pero se puede
volver pesadillesco cuando se transforma en esa exaltación que vemos en tantas
ocasiones en televisión, en masas que caminan juntas ocupando calles,
desplegando enormes banderas, que juran fidelidad perpetua a esas enseñas y
que, a veces diciéndolo, a veces ocultándolo, expresan su odio por todos
aquellos que no son ellos. Sucede como el amor en pareja, bueno y bello por
definición, pero que en ocasiones se convierte en fuente de celos y disputas, y
en las menos en causa de asesinatos, casi siempre de ellos sobre ellas,
amparados en un presunto amor, en una creencia en lo más sublime. Sigo sin
entenderlo. Como dice Fernando Savater, al patriotismo le pasa como al apéndice,
que todos lo tenemos, pero no todos acabamos sufriendo de apendicitis, en forma
de nacionalismo. España es de los últimos países en los que la ola de formaciones
patrióticas se ha asentado (a nivel nacional, en País Vasco y Cataluña son
omnipresentes), pero basta con echar un vistazo ahí fuera para observar con
pesar como una especie de moda abanderada surge por doquier, y esa moda siempre
acaba mal. En Reino Unido, tras el disparate del resultado del Brexit, pudimos
ver varias escenas como esta del autobús madrileño en la que presuntos ingleses
insultaban a aquellos que veían como extranjeros en su país, y no fueron pocos
los casos de españoles agredidos, que sufrieron en sus cuerpos y almas el insulto,
la vejación y el desprecio. Ahora vemos como un presunto español lleva a cabo
un comportamiento igualmente repugnante contra una mujer latinoamericana, lo
que no deja de ser un reflejo de ambos comportamientos, en los que un sujeto
igualmente descerebrado, o no, inflamado hasta el hartazgo por mentiras sobre
la superioridad de unos frente a otros, agrede a quien ve más débil, a quien
observa como inferior, como sujeto que no posee derechos igual que él. A lo
largo de la historia, y muy especialmente en el traumático siglo XX, este
sentimiento ha sido la fuente de las mayores desgracias imaginables, los peores
asesinatos. Observamos con asombro cómo esta absurda internacional de
nacionalismos que se conforma ante nuestros ojos utiliza consignas y mensajes
que copian sin disimulo las tácticas que ya en los años veinte y treinta del
siglo pasado dieron lugar a monstruos de infausto recuerdo. Se han sustituido a
los judíos por los inmigrantes, pero el mensaje es el mismo. La misma basura se
pregona, el mismo odio se siembra y, quizás, la misma violencia se espera.
Recuerde
que, tras escenas como las que muestra el autobús, existe un caldo de cultivo
ideológico, hay políticos que pregonan discursos de odio y de diferencia que
alientan a que los individuos actúen de esta manera. Que
Torra escribiera hace tiempo que los españoles somos bestias taradas frente a
los catalanes es el preludio de los actos terroristas que estaban siendo
planificados por los CDR, que Abascal pregone que los de aquí somos mejores
frente a los inmigrantes que vienen a robarnos y delinquir es lo que alienta la
llama del que ayer volcó su ira contra una mujer latinoamericana en un autobús,
y así muchos más. El violento que actúa debe ser castigado, pero peor delito
tiene aquel que, desde una tribuna, crea odio, siembra mensajes supremacista y
ampara, en el fondo desea, escenas tan odiosas como estas.
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