Desde
enanísimo leo periódicos, me gustan, los disfruto, y me encantaba la figura del
columnista, que subido a lo alto de la página te hacia bajar por ella contando
una reflexión que acababa en el borde inferior de la hoja, y tantas veces de
manera tan brillante como jocosa. Con los años seguí leyendo periódicos, pero
vi que ser columnista era imposible, hasta que apareció internet y se nos dio
este regalo, que entre otras cosas utilizo para crear una columna propia. Años
son ya los que llevo escribiendo y, pese a los esfuerzos, cada vez que leo a
columnistas profesionales compruebo lo lejos que siguen de mi, en calidad, estilo,
gracia y soltura. Pero como aficionado, aquí seguiré, a su vera.
Gistau
era uno de esos maestros, y cuánto cuesta utilizar el verbo “era” para referirse
a una persona de 49 años que, en la plenitud de la vida, se
marcha en medio de la consternación de todos. Trotamundos de vida y
cabeceras, dos han sido sus lugares de residencia en el mundo del periodismo
escrito, el ABC y, desde hace no muchos años, El Mundo. Eran sus crónicas un
derroche de sapiencia, porque Gistau era muy culto, cultísimo, y sabía elaborar
textos que podían ser leídos al pie de la letra, con socarronería y garbo, y en
profundidad, con referencias literarias e históricas que mostraban el
conocimiento de un joven que ya empezaba a ser de los grandes de la tribu.
Estandarte de los nuevos columnistas que desde hace unos años apuntan maneras,
era de los más respetados entre ellos. Daniel Gascón, Rosa Belmonte o Manuel
Jabois, por citar a algunos, comparten época de aparición en los medios con su
figura, pero es él el que más despunta, y consigue un éxito rápido. Se
multiplica en los medios y compagina su trabajo escrito con presencia en
tertulias radiofónicas, donde su tono de voz, grave, y su dicción, acelerada,
no son las más adecuadas para el escuchante atento, y su nivel cultural tampoco
llega a satisfacer al oyente de radio militante que quiere a los vocíferos de
partido que no cesan de aturdir con su soflama vacía. Precisamente eso es lo
que le hace ser un excelente tertuliano. Carlos Alsina, que es brillante hasta
el absurdo, se da cuenta y un viernes dado, cuando dirigía la brújula en Onda
Cero, se le ocurre hacer media hora de debate en horario de alta audiencia de
noticias con una serie de enfermos culturetas, entre ellos Gistau, en uno de
esos experimentos de transgresión que tantas veces fracasan, y en contadas
ocasiones triunfan. Este es el último caso, y La Cultureta
se convierte, con el tiempo, de sección en programa propio, y no deja de
crecer. Gistau debe abandonar el programa por motivos contractuales, cuando
deja la emisora de Planeta, pero su legado en el espacio es enorme. Polifacético
como pocos, describe la actualidad política con brillantez, pero se le nota que
eso, el fango político de nuestra sociedad, no es lo que le motiva, y no pocas
veces sus columnas empiezan describiendo la última niñería de nuestros
presuntos responsables para a los dos párrafos tirar hacia el mundo de las películas,
el arte o las mil vivencias que llenaban su gran cabeza. Poseedor de un cuerpo
enorme, y aspecto osezno no muy dulcificado por los años, la vida de Gistau no
cabía en el periodismo, aunque más de una vez él comentase que era el
periodismo lo que le daba la vida. Sus necesidades culturales eran inmensas,
como sus deseos vitales, y lo absorbían. Amante del boxeo, entrenaba de vez en
cuando con sparrings y no eran pocas las crónicas que escribía sobre las
historias del cuadrilátero y de sus avatares, o de cómo el, calzones puestos,
trataba de hacer algunas figuras y ganchos en recuerdo de sus ídolos. En la última
película de Garcia, el Crack cero, aparece de extra en unas escenas que se
desarrollan en un gimnasio, en el que los aficionados observan a unos púgiles dándose
mamporros. Así era Gistau, verso libre, ajeno a clanes y familias.
Sólo
una familia, la suya, extensa. Deja mujer y cuatro hijos, a los que quería con
pasión, como relataba, y por los que un día se prometió moderar su juvenil vida
de excesos, a sabiendas de que su padre murió joven, y con el deseo de verles
crecer, cuidarles y ofrecerlas la figura de un padre que a él lo dejó pronto.
Desgraciadamente no ha podido ser. Un derrame sufrido hace un par de meses lo
llevó al hospital, donde ha pasado dos meses en coma, hasta que ayer por la
noche se supo de su fallecimiento. La prensa, la radio, los libros, las
tertulias, la cultura, la Anábasis de Jenofonte, las crónicas barbitúricas de
Karina Sáinz Borgo…. Cuántos hoy penan y saben, sabemos, que somos menos, que
hemos perdido un agarre, una pluma, una voz.
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