lunes, febrero 10, 2020

David Gistau, 49 años


Desde enanísimo leo periódicos, me gustan, los disfruto, y me encantaba la figura del columnista, que subido a lo alto de la página te hacia bajar por ella contando una reflexión que acababa en el borde inferior de la hoja, y tantas veces de manera tan brillante como jocosa. Con los años seguí leyendo periódicos, pero vi que ser columnista era imposible, hasta que apareció internet y se nos dio este regalo, que entre otras cosas utilizo para crear una columna propia. Años son ya los que llevo escribiendo y, pese a los esfuerzos, cada vez que leo a columnistas profesionales compruebo lo lejos que siguen de mi, en calidad, estilo, gracia y soltura. Pero como aficionado, aquí seguiré, a su vera.

Gistau era uno de esos maestros, y cuánto cuesta utilizar el verbo “era” para referirse a una persona de 49 años que, en la plenitud de la vida, se marcha en medio de la consternación de todos. Trotamundos de vida y cabeceras, dos han sido sus lugares de residencia en el mundo del periodismo escrito, el ABC y, desde hace no muchos años, El Mundo. Eran sus crónicas un derroche de sapiencia, porque Gistau era muy culto, cultísimo, y sabía elaborar textos que podían ser leídos al pie de la letra, con socarronería y garbo, y en profundidad, con referencias literarias e históricas que mostraban el conocimiento de un joven que ya empezaba a ser de los grandes de la tribu. Estandarte de los nuevos columnistas que desde hace unos años apuntan maneras, era de los más respetados entre ellos. Daniel Gascón, Rosa Belmonte o Manuel Jabois, por citar a algunos, comparten época de aparición en los medios con su figura, pero es él el que más despunta, y consigue un éxito rápido. Se multiplica en los medios y compagina su trabajo escrito con presencia en tertulias radiofónicas, donde su tono de voz, grave, y su dicción, acelerada, no son las más adecuadas para el escuchante atento, y su nivel cultural tampoco llega a satisfacer al oyente de radio militante que quiere a los vocíferos de partido que no cesan de aturdir con su soflama vacía. Precisamente eso es lo que le hace ser un excelente tertuliano. Carlos Alsina, que es brillante hasta el absurdo, se da cuenta y un viernes dado, cuando dirigía la brújula en Onda Cero, se le ocurre hacer media hora de debate en horario de alta audiencia de noticias con una serie de enfermos culturetas, entre ellos Gistau, en uno de esos experimentos de transgresión que tantas veces fracasan, y en contadas ocasiones triunfan. Este es el último caso, y La Cultureta se convierte, con el tiempo, de sección en programa propio, y no deja de crecer. Gistau debe abandonar el programa por motivos contractuales, cuando deja la emisora de Planeta, pero su legado en el espacio es enorme. Polifacético como pocos, describe la actualidad política con brillantez, pero se le nota que eso, el fango político de nuestra sociedad, no es lo que le motiva, y no pocas veces sus columnas empiezan describiendo la última niñería de nuestros presuntos responsables para a los dos párrafos tirar hacia el mundo de las películas, el arte o las mil vivencias que llenaban su gran cabeza. Poseedor de un cuerpo enorme, y aspecto osezno no muy dulcificado por los años, la vida de Gistau no cabía en el periodismo, aunque más de una vez él comentase que era el periodismo lo que le daba la vida. Sus necesidades culturales eran inmensas, como sus deseos vitales, y lo absorbían. Amante del boxeo, entrenaba de vez en cuando con sparrings y no eran pocas las crónicas que escribía sobre las historias del cuadrilátero y de sus avatares, o de cómo el, calzones puestos, trataba de hacer algunas figuras y ganchos en recuerdo de sus ídolos. En la última película de Garcia, el Crack cero, aparece de extra en unas escenas que se desarrollan en un gimnasio, en el que los aficionados observan a unos púgiles dándose mamporros. Así era Gistau, verso libre, ajeno a clanes y familias.

Sólo una familia, la suya, extensa. Deja mujer y cuatro hijos, a los que quería con pasión, como relataba, y por los que un día se prometió moderar su juvenil vida de excesos, a sabiendas de que su padre murió joven, y con el deseo de verles crecer, cuidarles y ofrecerlas la figura de un padre que a él lo dejó pronto. Desgraciadamente no ha podido ser. Un derrame sufrido hace un par de meses lo llevó al hospital, donde ha pasado dos meses en coma, hasta que ayer por la noche se supo de su fallecimiento. La prensa, la radio, los libros, las tertulias, la cultura, la Anábasis de Jenofonte, las crónicas barbitúricas de Karina Sáinz Borgo…. Cuántos hoy penan y saben, sabemos, que somos menos, que hemos perdido un agarre, una pluma, una voz.

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