A lo largo del puente
capitalino se han extendido las protestas, vía cacerolas desde los balcones o
con aglomeraciones en la calle, contra la gestión del gobierno de la crisis del
coronavirus. Lo que empezó como un hecho pintoresco en una zona muy rica del
rico barrio madrileño de Salamanca ha ido creciendo a lo largo de la capital y
otras ciudades españolas. Todas esas concentraciones tienen un tono y estética
similar, fácilmente identificable, y alentado sin disimulo por una formación
política, de logo verde y nada ecologista, que ya ha dejado claro que quiere
que se celebren y las apoyan.
La gestión del gobierno
de la crisis sanitaria es mala, muy mala. A día de hoy seguimos en cabeza
mundial en la ratio de infectados por millón de habitantes y, lo que es más
relevante, somos el segundo país del mundo, tras Bélgica, en lo que hace a
muertos registrados por ese mismo millón de habitantes. No hace falta ideologías,
sino apenas un par de números, para constatar el fracaso del gobierno en su
manera de afrontar un enorme problema que le ha pasado por encima y le ha
dejado laminado. Pero en eso, en el fracaso, no está sólo el gobierno nacional.
Más de la mitad de los fallecidos en esta tragedia corresponden a residencias
de ancianos, lugares de reposo y cuidado que esta pandemia ha transformado en
centros de muerte, en los que el virus ha circulado sin control alguno y donde
el personal que ahí trabaja ha sido abandonado por completo, no digamos los
residentes. La gestión de esas residencias corresponde a las Comunidades
Autónomas, y ahí las tenemos de todos los colores políticos, desde las gestionadas
por partidos nacionales, con o sin coalición, a las que están regidas por partidos
nacionalistas, más o menos independentistas. A todos ellos se les llena la boca
al hablar de los éxitos de su trabajo contra el virus pero niegan cualquier
responsabilidad en la gestión residencial que les toca, más o menos como hace
el gobierno nacional, presumiendo de lo que quiere y le beneficia pero
ocultando todo en lo que ha sido negligente. Y es que para alcanzar un desastre
de muertos por millón como el que hemos alcanzado, les recuerdo que a día de
hoy el segundo peor registro del mundo, muchas cosas tienen que salir mal y el
fracaso ha debido ser generalizado. A la mala suerte de que los brotes se hayan
exacerbado en las ciudades más populosas y conectadas del país se han juntado
todos los despropósitos de la mala gestión política, que no ha entendido de
colores e ideologías, y que ha fracasado con estrépito allá donde uno quiera
mirar. ¿Hay excepciones? Sí, pero pocas. Algunas Comunidades Autónomas como Asturias
o Murcia, y en general las geográficamente periféricas, pueden mirarse como
exitosas, pero es cierto que tuvieron brotes mucho menores y por ello más fáciles
de controlar. De entre las que ya vivieron disparos del virus de alta
intensidad quizás sea Castilla y León la única que ha afrontado todo esto con
serenidad, no pudiendo evitar en todo caso el desastre residencial, que le ha
golpeado de una manera brutal en provincias como Soria o Segovia. Las dos
grandes Comunidades, Madrid y Cataluña, rivalizan en errores asistenciales,
metodológicos y de recuento, pese a que los medios sólo pongan el foco en lo
que se hace en la región en la que se encuentra la capital, y junto al gobierno
nacional son el principal exponente de fracaso en esta crisis. Una mínima
reflexión de los tres gestores de esas autoridades les llevaría a la renuncia
de sus cargos y a pedir perdón por lo hecho, y sobre todo por lo no hecho, pero
es más probable que resucite algún fallecido de coronavirus que un político pida
perdón y se vaya por su mala gestión.
Si era una
irresponsabilidad manifestarse el 8 de marzo, con el virus expandiéndose, lo es
hacerlo el 16 de mayo, con el virus aún en la calle. Si era suicida juntarse en
un partido de fútbol o mitin electoral el segundo fin de semana de marzo
también lo es agruparse por la calle protestando el tercer fin de semana de
mayo. En ambos casos ideologías extremistas desprecian la salud pública y ponen
en riesgo a una sociedad que tiene que ver cómo ideologías moderadas, que son
las que gobiernan, fracasan en la gestión del problema. Y entre unos y otros
los ideólogos y militantes se acusan de todo, y usted y yo, pobre ciudadano,
pagamos los impuestos y las consecuencias.
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