Me encanta comprar libros,
lo hago en exceso y me gusta tener varios ejemplares en cola en casa,
esperándome, sabiendo que cuando acaba el que está en mis manos habrá otros, y
luego otro, apenas a unos metros para tener lectura. No soy así en el resto de
cosas. Voy a la compra de comida por obligación, a sabiendas de que es
necesaria, pero sin el más mínimo interés, sólo con la idea de reponer lo
necesario en el armario en el que deposito las cosas, y no les cuento las
compras de cosas como ropa o similares, que son algo a lo que me veo forzado
cuando no me queda otra opción, no ya sin disfrute, no, sino con cierto
padecimiento.
Este viernes por la
tarde fui a comprar libros, cosa que no hacía desde el viernes 6 de marzo, cuando
la amenaza del virus ya estaba presente en todas partes menos en las mesas de
los que podían tomar decisiones al respecto. Terminé el stock de libros
pendientes de lectura en casa a las dos semanas de confinamiento y desde
entonces he releído algo, no mucho, pero sin que nada nuevo entrara en mis
estantes. Pensé en recurrir al comercio electrónico, pero en vista del desastre
económico que atenaza a todos los negocios, y ni les cuento a las librerías,
opté por esperar a que fuera posible acudir a ellas y darles unos pocos euros,
que a buen seguro les serán muy necesarios. Salí de casa por la tarde, con un
calor de verano, enmascarillado, y acudí al metro, que no utilizaba desde hacía
dos meses, para ir camino al centro y visitar allí dos establecimientos donde
poder comprar. El viaje en metro no fue anómalo, si se entiende como tal un desplazamiento
en el que, viernes tarde, los vagones estaban poco concurridos y sin que ningún
rostro estuviera separado de su mascarilla, en una imagen de nueva normalidad
que sólo sirve para añorar el pasado de hace unos meses, que ahora nos parece
la gloria. El centro ofrecía una imagen similar a la del metro, más vacío aún
si cabe, con muy poca gente andando por las estrechas aceras de las callejuelas
de Malasaña bajo un sol de puro verano, y todos con el rostro semicubierto, del
que ahora sólo los ojos son expresión de algo humano, estando embozado todo lo
demás. Mi idea era la de visitar dos librerías pequeñas, una especializada en temas económicos y
otra de esas modernas y acogedoras que
abrieron hace unos años en las que el bar es tan importante como las propias estanterías.
Son negocios que visito de manera esporádica, tres o cuatro veces al año, dado
que mis compras fundamentales las suelo hacer en las grandes librerías que hay
en el entorno de Callao Gran Vía, pero sí que, cuando llega la feria del libro,
las casetas de estos dos establecimientos son de visita obligada y compra
segura. Este año no hay feria del libro, se programó para que empezase este
próximo viernes 29, pero es otro de esos eventos a los que el coronavius ha
puesto en hibernación, y su ausencia es una tragedia para las pequeñas
librerías, que en esas dos semanas de casetas en el Retiro logran facturaciones
que pueden suponer tranquilamente una cuarta parte de todo su ingreso anual. No
son pocas las librerías que, ya antes de esta tragedia, vivían justas de ingresos
y tenían un panorama oscuro. Tras el paso de esta peste moderna muchas, junto a
otro tipo de negocios, cerrarán, incapaces de lograr unas ventas que cubran sus
pérdidas. El sector va a quedar laminados y años de esfuerzo y entrega por
parte de libreros enamorados de su oficio pueden acabar convertidos en un “Se
Vende / Se Alquila” que es como el “The End” de un comercio.
Hice mi recorrido por
las tiendas y compré unos títulos, cinco, tampoco hice nada exagerado, y estuve
hablando con los que llevan los negocios. Todos mostraban su alivio por estar
sanos y que su entorno también lo estaba, y lo preocupados que están por la
crisis económica que se está generando y cómo van a poder capearla. Incertidumbre,
dudas, temores, eran los sentimientos unánimes que salían en cada frase. Todos tenían
la intención de seguir levantando la persiana hasta que no pudieran más, pero
no sabían si iban a ser capaces de aguantar mucho o poco. Me da que esa es la
inquietud que vive en el alma de millones de pequeños negocios y empresas de
nuestro país, a los que el virus ha robado la primavera, el futuro, la cuenta
corriente y todo lo que uno quiera imaginar. Compremos en ellos, es lo que necesitan para poder sobrevivir.
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