lunes, mayo 04, 2020

Salir a la calle

Para todo llega el momento, y cuanto más tarda, con mayor ilusión se espera e intensidad se ejercita. Anunció Sánchez en su homilía de hace un par de fin de semanas que este pasado sábado era la fecha marcada en el calendario para poder salir a la calle para pasear o hacer deporte para la población en general. A lo largo de la semana se fue conociendo la organización en franjas horarias de este proceso de salida, para evitar que adultos, personas mayores y niños coincidiéramos por la calle, y finalmente se determinó que a primeras y últimas horas del día fuesen los momentos de expansión de la población de edad mediana.

Salí el sábado por la mañana a por el periódico, temprano, como lo hago los fines de semana, y ya entonces puede ver a bastante gente corriendo, en bici o paseando con garbo, cosa que en las semanas anteriores no existía. Las calles antes eran un páramo, pero antes de ayer empezaban a tener vida, una vida extraña, de agitados paseantes por avenidas carentes de tráfico. Opté por escoger el turno de tarde para pasear, y tras los aplausos de las 20 horas me puse las zapatillas, atuendo deportivo y salí a una calle en la que esperaba encontrar gente y confiaba en que el amplio parque que nace cerca de mi barrio y se extiende varios kilómetros hacia el este sirviera para dispersar a toda la multitud, pero lo que encontré superó todas mis expectativas. Riadas de personas salían sin cesar de portales de edificios que, hasta ese momento, habían permanecido atestados, y se juntaban en una especie de procesión creciente que iba, ritmo este, tomando posesión de ese parque que, durante semanas, ha sido terreno vetado. Una congregación de personas de todo tipo con la cara de estreno, con la sensación de libertad recuperada, con sonrisas pero sin festejo, con la idea de estar haciendo algo extraño y, a la vez, compartido, que hasta el día anterior era impensable y que desde hace semanas estaba prohibido. La transgresión en tiempos de coronavirus supone traspasar el umbral del portal de casa y ponerse a andar. Ya decía Bilbo Bolsón que eso era una acción peligrosa, porque pones tus pies sobre el camino y no sabes nunca hasta dónde te pueden llevar. En este caso sabíamos todos que no llegaríamos a ninguna ciudad lago, porque el dragón Smaug, con forma vírica, sigue ahí y eso lo ha ce todo imposible. Había muchas personas haciendo deporte, los pocos con patines, los muchos corriendo o en bici, pero la mayoría andábamos, más o menos rápido, intentando guardar las distancias de seguridad y sin pararnos. Se veían parejas que caminaban juntas, que supongo han pasado este encierro en compañía, y que a buen seguro necesitaban esta oxigenación exterior más que muchos de los que lo llevamos en soledad, y pocos grupos de personas, muy pocos, por encima de la pareja. Al llegar al extremo del parque, que se va anchando a medida que avanza, se encuentra un promontorio desde el que un mirador ofrece una gran vista de Madrid y la sierra, y permite ver atardeceres de gran belleza. A ese punto acabamos confluyendo muchos de los paseantes, ansiosos de llegar hasta allí para ver ponerse el sol. Por momentos, y en ese concreto lugar, la distancia de seguridad se convirtió en algo realmente difícil de respetar, pero la responsabilidad colectiva y la presencia cercana de alguna patrulla policial impidió que la cosa fuera a mayores, y no sin dificultades, las distancias se mantuvieron entre casi todo el mundo.

Llegó el ocaso, bonito, aunque bastan te plano dado que apenas unos cirros de fondo aportaban un ligero fondo sobre el que reflejar el cromatismo de la muerte solar, pero era el primer atardece que podía ver desde el jueves 12 de marzo, hacía casi dos meses. Mi piso da al este y no tengo acceso visual a línea de horizonte alguno. Fue un atardecer especial, disfrutado como pocos, retratado a conciencia, visto por miles y miles de personas que, a buen seguro, nunca se hubieran concentrado de esa forma para ver el atardecer, pero ante ellos se mostraba el espectáculo, y nos recordaba que la libertad y la esperanza están ahí, a la espera de ser recobradas. Volví a casa, hacía calor, paseando, en la primera noche de verano de 2020.

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