Resulta inquietante hasta qué punto el fanatismo religioso puede llegar a someter a poblaciones enteras y desatar iras por doquier. Hemos visto en estos pasados días lo sucedido con el obre profesor francés Samuel Paty, asesinado vilmente por un chaval de dieciocho años, que estaba imbuido en el odio islamista, pero resulta que la respuesta cívica desarrollada en Francia contra esa salvajada, frente a un atentado que va contra los principios básicos de la República francesa, ha desatado una ola de ira en gran parte de la comunidad musulmana de todo el mundo, poniendo en el ojo de la tormenta, y quizás en el punto de mira de alguno, a su presidente, Emanuel Macron, que pronunció un valiente discurso en el funeral de estado de Samuel.
Y no crean que esto es sólo un asunto de algunas mezquitas descarriadas que van por libre y están contaminadas por el odio, no, es mucho más profundo. El gobierno autoritario de Turquía, encabezado por Erdogan, otro hombre fuerte en un mundo creciente de ellos, ha visto que aquí hay carnaza para encabezar su particular movimiento de lucha pro islámica, que viene muy bien a un régimen que atraviesa por graves problemas económicos derivados del maldito coronavirus. Los improperios contra Macron por parte de algunos miembros intermedios del gobierno turco han ido subiendo de intensidad y han llegado a insultos proferidos por ministros, en lo que es una escalada verbal muy grave. De momento la diplomacia trata de frenar las cosas mediante la llamada a consultas de los embajadores respectivos y la congelación de relaciones, pero es evidente que, más allá del oportunismo del gobierno turco para sacar pecho ante la comunidad musulmana y convertirse en un referente político de la misma, aquí hay un problema de fondo muy serio sobre la libertad de expresión, el respeto a las ideas y el sagrado, absoluto, respeto a las personas. Nada de lo que ha dicho Macron, y otros líderes franceses de ideologías diversas, resulta ofensivo para un creyente musulmán, y sí lo es para el fanático islamista, porque en ningún caso se trata de prohibir una creencia, sino que esta se encauce dentro de la ley del país en el que se desarrolle. Este debate me recuerda mucho al viciado asunto del independentismo catalán, en el que los victimistas de Puigdemont y cía pregonan a todos los vientos que en España se prohíben las ideas, cuando lo que está prohibido, como en todas partes, es cometer delitos, sea cual sea la idea, o la ausencia de ella, que lo ampare. No hay ideologías prohibidas en España, como no hay religiones prohibidas en Francia, pero en ambos países es delito que alguien robe o mate a otra persona, lo justifique porque se lo ha dicho Maoma, el Papa o el independentista Abad de Monserrat. Esta separación entre creencias privadas y comportamientos públicos es uno de los pilares en los que se funda el sistema de libertades que se ha construido en occidente tras varios siglos de disputas y muertes, en las que han sido principalmente facciones del cristianismo las que han ensangrentado naciones como las europeas. Con el tiempo la religión cristiana ha sido “domesticada” y, pese a que hay diferencias profundas entre católicos, protestantes y ortodoxos, por poner tres comunidades que viven en nuestro continente, sería absurdo que un grupo de, pongamos, católicos fanáticos, se pusiera a atentar contra otra rama de la iglesia de Cristo por lo que fuera. Y si algo de eso sucediera las autoridades los debieran perseguir con el mismo ímpetu con el que se combate al islamismo, porque estaríamos ante el mismo fenómeno, el radicalismo de una ideología, en este caso de una religión, que considera a las personas como meros instrumentos para alcanzar sus fines y que, como tales, se pueden utilizar, sacrificar, eliminar o lo que se desee. Es libre creer en lo que se quiera, pero la ley hay que cumplirla más allá de las creencias.
Francia impuso el laicismo a partir de su revolución y es el sistema educativo republicano una de las herramientas fundamentales para que los ciudadanos de aquel país sean formados en los valores que inspiró aquel movimiento. Por eso, además de por su sádica crueldad e injusticia, el asesinato de Samuel Paty ha sido visto al otro lado de los Pirineos como un atentado contra lo más profundo del corpus que sustenta la Francia republicana. De ahí la defensa cerrada de Macron y del resto de dirigentes e intelectuales de aquel país de sus instituciones, de la libertad que en ellas se encarna y de la necesidad de defenderlas. No está Francia sola en su empeño. Mucho le apoyamos. Muchos nos sentimos gabachos ante situaciones como estas.
Subo hoy a Elorrio en medio de la incertidumbre y, si todo va normal, el martes por la tarde volveré a Madrid. A saber cómo estará la pandemia para entonces, y si el nuevo confinamiento hogareño será ya, como preveo, una realidad a las puertas. Cuídense mucho