Esta maldita pandemia de coronavirus está dejando destrozos irreparables en miles de familias que ven como, por centenas, pierden a sus seres queridos a diario víctima de una enfermedad a la que la ciencia combate como puede y la política espolea con su necedad. Dentro de unos años alcanzaremos a ver el destrozo que ha supuesto tanta vida arrebatada, tanto dolor sufrido en soledad y abandono, forzado para minimizar los contagios y los riesgos, y la sensación de fracaso, de que nuestra sociedad, orgullosa, casi tan vanidosa como las necedades que dicen gobernarnos, fue puesta de rodillas por un virus que nos mostró que la mortalidad es, en última instancia, lo que define a los seres vivos.
Pero junto a los muertos causados por el coronavirus hay muchos más que han fallecido en el colapso del sistema sanitario. Personas que recibían tratamientos crónicos que tuvieron que ser suspendidos y eso les debilitó en extremo, pacientes que tenían programadas intervenciones vitales que, o se celebraron tarde o no llegaron a producirse en el marasmo en el que se convirtieron los hospitales, enfermedades degenerativas que eran paliadas con gran esfuerzo y mimo y que, desatendidas entre el mido, se han cebado con sus sufridores…. El reguero de casos en los que la pandemia ha generado víctimas colaterales es extenso, difícil de precisar y tan doloroso como absurdo. El caso de Sonia Sainz-Maza, que estos días ha trascendido a los medios, ejemplifica de manera perfecta cómo el sistema de salud de un país desarrollado puede fracasar cuando es arrollado por una enfermedad para la que no estaba preparado, ni técnica ni conceptualmente. Sonia era una burgalesa de 48 años que empezó a sufrir dolores intensos allá por abril, en plena oscuridad de la primera ola. Se encontró con que los centros de salud de toda España adoptaron un protocolo de consultas telefónicas y de no presencialidad, que es válido para dar apoyos morales a muchos pacientes, pero que no puede suplir una observación por parte del profesional médico del enfermo, de su cuerpo y síntomas. A medida que pasan los días Sonia empeora, pero no logra que la medicina se convierta en otra cosa que una voz al otro lado del teléfono. Llamadas de ida y vuelta en las que cuenta su caso, su situación, que empeora, pero nadie la ve, nadie la recibe, no es citada en ninguna parte. Sonia empeora, cada vez le duele más lo que sea que tiene, que no sabe lo que es, porque nadie le ha diagnosticado. Sus dolores y angustias crecen día a día, como sin duda lo hacen en su entorno cercano. Logra que, finalmente, sea atendida en el Hospital Universitario de Burgos y en el bilbaíno de Cruces, donde es despachada sin que se le realicen pruebas dignas de tal nombre. Sonia se retuerce de dolor, y sospecho que de miedo, mientras la enfermedad, el cáncer, que es lo que tiene, le devora. A finales de julio es ingresada en el centro hospitalario de Bilbao, pero ya es tarde, nada se puede hacer contra un tumor que empezó en el colon y que ha crecido sin freno en el cuerpo de Sonia mientras el miedo al coronavirus paralizaba a toda la sociedad y sus recursos. Sonia muere en agosto. No se en que estado, ni en qué grado de consciencia pasó sus últimos días, ni quiero saberlo. Es probable que ya no fuera consciente de nada y que los últimos meses de su corta vida, 48 años, como los míos, se evaporasen en las semanas finales, pero su familia y allegados sí que están conscientes esos días, sí que se levantan por las mañanas y se acuestan por las noches. No duermen, a buen seguro, y lloran lo que Sonia ya no puede llorar, preguntándose por qué les ha pasado lo que les ha tocado, por qué todo lo que podía fallar en el servicio de salud les tocó a ellos, y con la eterna duda de hasta qué punto el tumor de Sonia hubiera sido operable y controlable de, en una situación normal, haber sido detectado a tiempo y con los sistemas de triaje convencionales. Nada podrán cubrir la sensación de abandono que Sonia y su familia han vivido durante estos meses de pesadilla, que no soy capaz de ni de imaginar. Sinceramente, no quiero ni intentarlo.
¿Cuántas Sonias habrá en España? ¿Y en el resto del mundo? El coronavirus mata directa e indirectamente. Miles de profesionales de la salud en nuestro país se desviven, en muchos casos con salarios ridículos, y sostienen un sistema que hace aguas fruto de la fragmentación territorial, la falta de inversión y la desidia social, que sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. No hay indemnización que cubra el dolor de la familia de Sonia, ni probablemente negligencia individua en muchos de los profesionales que pudieron verla, y que sobrepasados, desbordados, sometidos a protocolos de seguridad, no lo hicieron, pero Sonia encarna el fracaso de nuestra sociedad ante la gestión de esta enfermedad, la muestra de que, como dijo Antonio Muñoz Molina en otro contexto, todo lo que creíamos que era sólido se derrumba ante nuestros ojos. DEP
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