Samuel Paty era profesor de geografía e historia de un centro educativo sito a unos treinta kilómetros al norte de París, en el extrarradio de la ciudad. Tenía 47 años, prácticamente mi generación. Enseñaba a los críos materias puras como las citadas pero también suscitaba en ellos debates y charlas sobre temas de actualidad. Dicen los que le conocían que le gustaba mucho que sus alumnos no sólo aprendieran el temario debido, sino que, siendo aún muy jóvenes, empezaran a hacerse preguntas sobre lo que les rodea, a cuestionarse cosas, a aprender de cómo funciona la vida y qué papel desean tener en ella. Paty les trataba como adultos.
Hace un par de semanas, más o menos, Paty organizó un debate en clase sobre la libertad de expresión y sus límites, al calor de la actualidad francesa, dominada como todas por el coronavirus, pero que entre sus temas de agenda local tiene el juicio de los atentados de Charlie Hebdo como uno de los ejes principales. Samuel avisó a sus alumnos de que tratarían este asunto y que les iba a mostrar las caricaturas que publicó el semanario satírico para que supieran de qué estaban hablando. Con alumnos y padres que profesan la religión musulmana, y a buen seguro sin creer en esa acción, Paty indicó a los que seguían esa religión de su clase que eran libres de abandonar el aula si no querían ver esas viñetas, que podían considerar ofensivas para su Dios, su profeta, su ley. Algunos al parecer lo hicieron, otros no. La clase tuvo lugar sin que haya trascendido noticia alguna sobre incidentes durante su transcurso. Pero a partir de ahí algo cambió. Alumnos que salieron del aula siguiendo el consejo del profesor contaron en casa a lo que habían dedicado la hora escolar, y algunos padres empezaron a mostrar enojo por lo que consideraban una repetición de la infamia que en su día perpetró, según ellos, el semanario parisino atacado. Se ha sabido con posterioridad que a partir de ese momento empezaron a llegar amenazas al centro educativo en el que trabajaba Samuel y que las redes, esos ríos de internet que pueden ser remansos de paz o pestilentes cataratas, se empezaron a llenar de insultos, de odio y amenazas ante lo que había hecho un infiel. Es difícil saber si Samuel supo durante esos días y los siguientes la dimensión del problema que se había creado, o el riesgo que corría. Seguramente, como casi todo el mundo en su entorno, no fue consciente de ello, y mientras una nube negra se cernía sobre él nada alteraba su vida, rutinas y empeños. El pasado viernes, por la tarde, un chico de apenas dieciocho años, de origen checheno, residente en Francia junto con el resto de su familia con el estatus de refugiado, encontró a Samuel en la calle, cerca del colegio. Al parecer había preguntado a algunos alumnos de allí para saber quién era concretamente el profesor, porque ese chaval, cuyo nombre no quiero reproducir, no estudiaba en ese centro. Cuando estuvo seguro de quién era el profesor, se acercó a él, sacó un cuchillo de poco menos de medio metro de largo y, sin mediar palabra, degolló a Paty, que probablemente en ningún momento fue consciente de lo que pasaba ni supo que ese era el final de su vida. El tajo certero dejó sin opciones al maestro, pero no contento con ello, el asesino terminó el proceso de corte, decapitó la cabeza y la dejó sobre el cuerpo, desmadejado, de su víctima, sobre los restos de la sumaria ejecución que había perpetrado. Al parecer sacó alguna foto y la colgó en otra de esas redes sociales, mostrando el absoluto orgullo de la acción realizada. Gritos, histeria de quienes veían una escena de horror absoluto, llamadas a la policía… la tarde noche del viernes es un caos en Conflans Sainte-Honore, que termina con las fuerzas de seguridad rodeando al atacante, a ese chaval, que opone resistencia movido por un ciego fanatismo, y finalmente es abatido a tiros por la policía, que no es capaz de reducirlo. Su cadáver acaba en el suelo, el mismo suelo que, hace pocas horas, fue mancillado por su repugnante acción. Sólo la sangre que gotea de ambos cuerpos y empapa la misma tierra es la única similitud entre ambas muertes.
La profesión de Paty, profesor, maestro, como quieran llamarla, es la vía más lenta pero efectiva para crear generaciones de ciudadanos en libertad, adultos, conscientes de que la vida a la que se enfrentan es complicada, pero que poseen armas para vencerla, como son el conocimiento, la razón, la inteligencia y la duda. Frente a la escuela, frente al saber, el fanatismo islamista volvió a demostrar el viernes pasado que es sólo rabia, sólo terror, sólo oscuridad. Paty, ejecutado, se ha convertido en un mártir laico de la educación en Francia, y en todo el mundo. Un ejemplo de la amenaza a la que se ven enfrentados los maestros allí, y en todas las partes del mundo, cuando el fanático desea acallarlos, para que su discurso totalitario sea el único. Samuel Paty es un ejemplo para todos, alguien que fue valiente y que, con orgullo, hizo una de las cosas más importantes que en la vida existen. Enseñar
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