jueves, octubre 22, 2020

Censura de moción

Ruido, ruido, ruido hasta hartar es lo único que surge del Congreso desde hace demasiado tiempo, un hemiciclo diseñado para el debate y la defensa de posturas que se ha convertido en una mera cámara de resonancia del griterío, de lo chabacano, de las intervenciones crudas, sectarias y en demasiadas ocasiones soeces. En el lugar en el que el subido a la tribuna sólo habla para los suyos y desprecia a los demás. Hay excepciones, sí, pero es la tónica general. Este clima y este grupo de irresponsables que lo crean han conseguido que deje de seguir la actualidad parlamentaria, y compadezca a los periodistas y demás profesionales que se dedican a ello. Y este es, desde luego, el menor de los males que causa tanta irresponsabilidad.

Con un millón de contagios, cerca de las dos centenas de muertos diarios por el coronavirus y la economía del país destruida, el Congreso se dedica en pleno, ayer y hoy, a debatir una inútil moción de censura presentada por uno de los dos grandes partidos populistas de la cámara, en este caso Vox, (no siempre va a ser Podemos el que de tristes espectáculos) cuyo único fin es encumbrar mediáticamente a su líder, Santiago Abascal, una persona que no ha trabajado nunca, que ha vivido de la política en otros partidos hasta que se dio cuenta de que podía sacar más dinero si era él mismo el jefe del partido. Vox es una formación que presenta una ideología populista radical en la que el marxismo podemita ha sido sustituido por el falangismo, lo que hace que ambos partidos vivan encantados en los años treinta del siglo pasado. Abascal presenta un discurso equiparable al que dicta Le Pen en Francia, o Alternativa por Alemania, basado en el culto sagrado a la bandera y la patria, en este caso la española, el poder mágico que ese culto tendrá a la hora de solucionar los problemas y el rechazo a todo lo que, desde su punto de vista, no pertenezca a lo que el líder, en este caso Abascal, dicte que es “lo nuestro”. Si se fijan esta descripción casa perfectamente para describir al separatismo catalán o al abertzlismo batasuno, porque son exactamente lo mismo, expresiones sectarias de un nacionalismo en el que cambia la bandera que ondea y el terreno que delimita su influencia, pero no la visión sectaria, retrógrada, etnicista, supremacista, que todo lo impregna. Soñaba Puigdemont con una Cataluña libre, pura, en la que los malos catalanes no pintasen nada y se fueran. Empezó a llevar a la práctica ese sueño el nacionalismo vasco, asesinando a los que consideraba malos vascos y a todos aquellos que no comulgasen con su paranoia, y ese mismo discurso de la exclusión es el que Abascal pregona en sus mítines, impregnado de un cóctel sucio en el que se mezcla el antisemitismo, las conspiraciones internacionales, la búsqueda de la autarquía y otra serie de ideas que parecen los despojos acumulados por un chatarrero en uno de los puestos más cutres que, de vez en cuando, se veían en el rastro madrileño, antes de la pandemia. Si alguien piensa que el discurso de Vox va a arreglar algún problema, sinceramente, está muy equivocado, o lo que es peor, engañado. Vox es, como Podemos, fruto de un hartazgo, de un enfado, de una frustración de la sociedad ante los problemas que ve que no encuentran solución en los partidos tradicionales. Son formaciones surgidas tras la crisis de 2008 - 2012, que destrozó parte del tejido social y dejó heridas que aún antes de la pandemia estaban sin cicatrizar. Una de ellas es el descrédito de la política tradicional, que ni vio la llegada de esa crisis ni pudo hacer mucho para evitarla ni, gracias a la corrupción, mostró ninguna empatía con lo que el país estaba viviendo. En ese disparate de años, como un castillo de fuegos artificiales, la política estalló en todas direcciones, una hacia la izquierda trasnochada de corte soviético y otra hacia la extrema derecha con reminiscencias franquistas. En el fondo, lo mismo, rabia pura y vuelta a un pasado fracasado que es visto por ambos como idílico.

Para lo único que sirve Vox, en la práctica, es para impedir que el PP pueda volver al gobierno. El discurso sicótico de Abascal y los suyos refuerza el miedo del electorado de izquierda, sea cual sea su intensidad, ante la llegada de los bárbaros, y los cohesiona, y sobre todo, fragmenta el voto de derecha, que siempre había sido más disciplinado. Eso hace que en el reparto de escaños en las elecciones el PP se vea penalizado y consiga siempre menos. Si Casado fuera un líder (no lo es) y tuviera luces (que no lo parece) tendría esto muy claro, y tanto por higiene democrática como por puro interés centraría muchos de sus esfuerzos en combatir a una marca verde que es tóxica. Hoy la sesión parlamentaria seguirá, consumiendo tiempo y esfuerzos. Y la vida real, crudísima, coronavírica, no cesará pese a los aspavientos que se vean en la tribuna.

No hay comentarios: