Al poder le gusta exhibirse, le pone, dicho en términos bastos. Sabe que mostrar signos de grandeza es algo que se le asocia y le confiere así mismo una grandeza mayor, en un bucle que se retroalimenta a veces hasta el absurdo. No hay poder que no haya desarrollado una liturgia propia, y en esto la iglesia católica ha sido maestra, poseyendo ceremoniales que ahora nos pueden parecer arcaicos o poco llamativos, pero que durante muchos siglos han embaucado a la población sin apenas competencia posible. Las exhibiciones de los reyes son mucho más tardías y burdas, y las de las presidencias de los países apenas unas recién llegadas en el tiempo que, eso sí, han sabido aprender de los maestros antiguos.
El último ejemplo de propaganda efectiva, casi al borde del ridículo, pero que no lo ha alcanzado, ha sido la vuelta a la Casa Blanca de Trump, orquestada como una superproducción de Hollywood. La imagen del helicóptero acercándose a los jardines de la mansión tomada como la llegada de una nave espacial en la que viene el líder supremo, escenas del propio Trump, tras haber despegado, tomadas en un plano muy contrapicado en el que se le hace equivalente en grandeza a las columnas que sostienen los pórticos de la villa, el gesto, estudiado, de cómo quitarse la mascarilla con un fondo solemne en el que apenas falta el coro de trompetas típicas de los péplum de romanos…. gestos sin fin, estudiados y producidos con esmero, con música emotiva y de esas que buscan levantar al auditorio. Por momentos bordea la caricatura, pero es una manera de transmitir un mensaje de autoridad, de poder, de vuelta a la normalidad, y todo ello en medio de la campaña electoral, donde no hay mensaje lanzado sin objetivo de captar votantes. En esto de la pompa y escena los americanos son los mejores, tanto por el gusto que poseen para la producción televisiva como por el hecho de que su país y presidencia cuentan con poder de verdad, que rellena de contenido a las escenas planificadas. Cuando las dos cosas fallan el riesgo de caer en la propaganda vacía es muy elevado, y es tan fina la línea entre la ostentación y el ridículo que se puede traspasar sin apenas esfuerzo. En su comparecencia de ayer para presentar el plan de recuperación de una pandemia de la que aún queda mucho (se supone que uno se recupera cuando pasa el mal, no en medio del mismo) Sánchez trató, como siempre, de crear una imagen de presidencialismo absoluto, en lo que es una de las constantes inmutables en su volátil e impredecible carrera. Es el presidente que más a gusto se siente con ese cargo y el que más ostentación hace del mismo. Más incluso que Aznar, que se lo creía tanto, pero que llegó a tener una mayoría absoluta que respaldaba sus decisiones y ego. Y sí, aquello salió mal. Sánchez ama la escenografía, los medios, la pose, la puesta en escena. Tiene planta para ello, es indudable, aunque sus discursos son plúmbeos, reiterativos y mareantes. Pero se muere de gusto cuando realiza esas interpretaciones de líder global. Se quiere, se le nota. Da igual el motivo que sea, sus asesores, con Redondo a la cabeza, le montan una parafernalia en la que, a falta de columnatas como las del palacio de la Avenida de Pensilvania, se utilizan pantallas, cortinajes, público entregado o lo que se tenga a mano. La presidencia española y el país en su conjunto carecen del poder y simbolismo que tienen el imperio, y por eso estas interpretaciones quedan muchas veces tan artificiales. Soñar con ser un Rey sol a la francesa o norteamericana no es lo mismo cuando se preside, por los pelos, un país mediano y que pesa poco. Sin embargo este amor por el oropel se pega a todo quisqui, aunque no se sea nadie, y entonces el ridículo está garantizado. La escena de las banderas que se vio hace unas semanas entre el propio Sánchez y Ayuso en la puerta del Sol era tan ridícula como nefasta, y a buen seguro se estudiará en el futuro como compendio de todos los errores posibles en comunicación política. Redondo y MAR, jefes de gabinete de ambos, no pudieron dejar más claro su admiración por la Casa Blanca y su necedad al tratar de imitarla.
Todos estos asesores copian a la Iglesia, como antes les he comentado, se inspiran en la simbología del imperio romano, y en lo que creemos que eran sus desfiles y ceremonias, pero saben, todos ellos, que no pueden pronunciar el nombre de la maestra que, en secreto, admiran como la mejor de todas. Leni Riefenstahl, que así se llama, creo para el partido nazi dos producciones absolutas, perfectas, que son la mejor propaganda jamás filmada de la historia. “El triunfo de la voluntad” sobre el Congreso de Núremberg de 1932 y “Olympia” sobre los Juegos de 1936. Si uno las ve cae rendido ante el despliegue estético que muestran y, como decía Allen que le sucedía al oír a Wagner, te entran ganas de invadir Polonia y no parar hasta Stalingrado. A su lado, todos los demás propagandistas de nuestro tiempo son cutres hasta decir basta.
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