Este pasado puente de confinamiento perimetral, de Sol y temperaturas cálidas al principio, frías al final, el ocio madrileño diurno estaba atestado. Bares y terrazas exhibían unos niveles de ocupación asombrosos, con colas para conseguir sitio en numerosos locales. Esta situación no se daba sólo en el centro de la ciudad, sino en zonas alejadas, bien que transitadas. En mi barrio, que no es el más denso y concurrido, no se veía ese jolgorio, pero los locales estaban abiertos y había gente. Se estima que la facturación ha subido en torno al 25% respecto al puente del año pasado, dado que el éxodo de locales es mayor que la afluencia de visitantes. Para otros negocios no, pero para el del bar estos han sido días de mucho movimiento y caja.
¿Preludio del desastre? Pudiera ser. Ayer Macron anunció que desde mañana viernes se implanta en París y otras ciudades de importancia un toque de queda de 21 a 6 horas para tratar de frenar la escalada de contagios, que ya es allí mayor que en España. Francia supera los 20.000 positivos diarios y en muchas zonas los hospitales empiezan a sentir alta presión. Medidas similares se plantean en Cataluña, más centradas en el mundo de la hostelería, con la propuesta de cierre total de este tipo de locales durante dos semanas para frenar los contagios. Al instante los trabajadores y representantes de estos negocios han salido a la calle a protestar por lo que consideran medidas injustas, estigmatizadoras, que les culpabilizan, colocan en la diana, y otro tipo de quejas que se ven soportadas por la ruina económica a la que se enfrentan sus negocios si estas medidas se llevan a cabo. Lo siento mucho por los que trabajan en el gremio afectado, pero estos cierres tienen toda la lógica sanitaria y son algo que se debe efectuar, duela o no. En una situación en la que todo son malas alternativas, daños y costes, se debe escoger la estrategia menos desastrosa. Es cruel decirlo, pero es así. Dadas las características de transmisión de este virus, el reunirse con gente en espacios cerrados y sin protección es la más segura vía de contagio posible. Las terrazas al aire libre son menos peligrosas de lo que parece, pero lo son. El interior de los bares es muy peligroso y los restaurantes, lo que más. En esos locales interactuamos con otros, hablamos, respiramos aire compartido, estamos sin mascarilla y pasamos mucho tiempo, lo que aumenta las probabilidades de riesgo. Ha querido la naturaleza que esa, y no otra, sea la vía de transmisión del virus, y por eso se actúa en ese frente. Este virus no se transmite por relaciones sexuales o transfusiones de sangre, como el SIDA, o mediante el contacto físico con otras personas, sino por el air, por las gotículas y aerosoles que expulsamos al hablar y respirar. En cada caso la forma de transmisión condiciona lo que consideramos como comportamientos de riesgo y los sectores en los que debemos actuar. Ante una enfermedad venérea no hay que cerrar locales de ocio, pero sí pedir el uso de protección en las relaciones sexuales. Ante una enfermedad de transmisión aérea, debemos preocuparnos de los espacios en los que se comparte aire y no se lleva mascarilla. Los transportes públicos, sin protección, son muy peligrosos, y por eso, tarde y mal, se obligó a llevar mascarillas en ellos. En la calle, cuando la densidad de gente es baja, no sería necesario llevar mascarilla, pero se ha optado por hacerla obligatoria para que no haya dudas sobre cuándo y cómo usarla. Pero, ¿qué vemos habitualmente entre nosotros? Personas que llevan mascarilla, entran a un bar y se la quitan para tomar algo y charlar. Algo que, desde el puno de vista del virus, es un auténtico regalo y, desde la óptica de la salud, completamente ilógico. Con contagios disparados, presión sanitaria creciente y ruina económica generalizada, la alternativa de un confinamiento estricto se presenta como el remedio de último recurso si nos volvemos a encontrar con datos de mortalidad de cientos y cientos de fallecidos al día (estamos más cerca de eso que de la nada) y debemos ser estrictos en ciertas medidas, aunque sean dolorosas.
Las protestas de la hostelería, por tanto, carecen de razón en lo que denuncian de estigmatización, de ser culpables, porque sí es verdad que en sus negocios los contagios se disparan, pero es por cómo funciona el virus y nos comportamos en ellos. En lo que sí llevan razón en sus protestas es en el desamparo económico que les espera si los cierres se practican y extienden. Urge medidas de apoyo a los trabajadores y empresarios del sector para que puedan aguantar el tiempo en el que los negocios estén cerrados, que con la perspectiva del invierno por delante puede ser bastante más de un par de semanas. Esta desgracia de virus funciona como funciona, no de otra manera, y eso condiciona las medidas que se deben tomar. Y no gustan. Obviamente.
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