La junta electoral ha amonestado a Pablo Iglesias e Isabel Díaz Ayuso por usar su cargo y recursos para hacer campaña electoral. Debiera haberles puesto una gran multa, pero parece ser que no es capaz de ello. Una pena. Si recuerdan, tanto el uno como la otra usaron sus despachos oficiales y las instituciones desde las que ejercen el poder para anunciar su salto a la campaña electoral o la convocatoria de las elecciones, eso en apenas unos segundos, empleando el resto del tiempo en hacer todo un mitin electoral para respaldar la postura de cada uno y desacreditar al resto de candidatos a los comicios. La imagen de usurpación que ambos encarnaban en esos momentos era realmente inédita, impropia, inmoral.
No todo vale en política. Sí, probablemente esto que he escrito sea el mejor chiste que se me ha ocurrido en muchos años. En un panorama enfangado hasta el extremo como el que nos domina, de sectarismo infantil, de aficiones que emulan a las del fútbol en su dogmatismo y ceguera, y medios que, como la prensa deportiva, parecen haber decidido claramente dejar su ética deontológica a cambio del forofismo extremo, esperando quizás recibir algo a cambio por los servicios prestados, denunciar que un político usa las instituciones que ocupa de manera temporal para el beneficio propio y de su formación puede parecer algo menor, casi infantil, un pequeño pecado que no requiere ni confesión ni actos de contrición, pero no. Es muy grave. Y lo es por lo que significa de violación por parte del representante de un pacto no escrito que dice que las instituciones no le pertenecen. El que gobierna es un administrador, un encargado, alguien al servicio de los administrados y de las instituciones en las que se encuentra. Todo cargo político es, por definición, un contrato temporal que no se puede convertir en fijo indefinido, por mucho que todos aspiren a tal transustanciación. Uno escoge en las elecciones a cargos que figuran en listas para que ocupen puestos de gran relevancia, como alcalde o parlamentarios, y ellos, a su vez, nombran a otras personas para que desarrollen los altos cometidos de la administración, que es un mundo complejo que funciona independientemente de cuál sea el gobierno. Pero el cargo electo debe saber que el tiempo que ocupa en el sillón al que ha accedido es temporal, no eterno. Se revalida al menos en cada elección, y ese sillón en el que se sienta y la mesa sobre la que se apoya no son suyos, ni el edificio ni el coche que, en algunos casos, le espera para llevarle al trabajo o a un acto oficial. Nada de eso es suyo. Nada lo ha comprado con su dinero, sino que se paga con los impuestos de todos. Todos esos bienes tienen un dueño. Muy al contrario de lo que expresó Carmen Calvo en una aciaga intervención parlamentaria hace ya un tiempo, cuando era ministra de Cultura con ZP, el dinero público sí es de alguien, los bienes públicos sí son de alguien, y las instituciones también. Lo son de todos. Nadie puede apropiarse de ellos para un uso particular, como hicieron Iglesias o Ayuso. Si querían dar un mitin podían haber bajado a la calle a hacerlo, o irse a las sedes de sus partidos y grabar allí todos los vídeos ocurrentes que se les pasasen por la cabeza, pero en el despacho que ocupan, al que precedemos del posesivo “su” para entendernos, pero que no es de ellos, no pueden hacer lo que les venga en gana. El uso privativo de las instituciones empieza con detalles burdos y menores como este, y puede acabar de manera horrenda. El nacionalismo, por ejemplo, es maestro a la hora de apropiarse de símbolos para identificar a unos frente a otros, de hacer que lo que es de todos pertenezca sólo a una parte y los desposeídos puedan ser, por tanto, considerados como menos, como de segunda. Se empieza desde un sillón oficial y se acaba ajusticiando en nombre de banderas, patrias y demás. Parece una exageración, pero todos los caminos comienzan por un paso.
Es curioso como en castellano, en relación al servicio público, no se usa esa misma expresión, servidor público, para referirse al funcionario, y como el término ministro, que proviene de la palabra latina “minister” que hacía referencia al menor, al subordinado, en contraposición a “magister” se ha convertido en un cargo de muy alto rango y que, con la cartera, parece venir acompañado de ínfulas y altivez. Es una pena que la junta electoral no pueda castigar esos comportamientos de la manera debida, y que su apercibimiento apenas pase de titular de cuarta categoría, que como otros miles será devorado por la actualidad, sin que produzca efecto ni reflexión alguna. Ay, qué carentes están de magisterio los que ocupan muchas plazas de ministerio.
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