El Prado es un museo valiente. Cuando terminó el confinamiento duro reabrió con una exposición base en la que juntaba lo más granado de sus obras maestras en la galería central, buscando maximizar el espacio y la distancia de seguridad y tratando de ofrecer, con las bellezas que atesora, algo de consuelo a los espectadores que salían de un encierro forzado a una nueva realidad, anómala, marcada por la grisura pandémica bajo el sol del verano. Desde entonces, con olas de subida y bajada de positivos y muertos, El Prado no ha cerrado, y como otros lugares culturales, ha seguido luchando por ofrecer sus servicios y demostrar que no es ahí donde los brotes se dan. Su mérito, y el de otros centros culturales públicos y privados, es enorme.
Nos ofrece ahora El Prado una temporal muy especial, pequeña en tamaño, pero apabullante en contenido, y la posible doble intención sexual de la anterior frase, no buscada, pero que ahí está, se ajusta perfectamente a lo que el espectador va a poder contemplar cuando entre a la sala del primer piso del edificio de los Jerónimos y contemple lo que el museo le ha preparado. Por primera vez desde su creación se han reunido las poesías, seis obras de Tiziano, encargadas por Felipe II, en las que se exploran escenas mitológicas y, con ellas, sentimientos y posturas de gozo. Por mucho que haya leído sobre mitología no puedo evitar liarme con los nombres de los protagonistas retratados y los instantes que se reflejan, de rapto, de posesión, de goce y castigo. En ellas la presencia de la mujer desnuda es constante, y no de una mujer cualquiera, pacata, escondida, sino todo lo contrario, la mujer que goza con su cuerpo y se sabe gozada con la mira de quien lo contempla. En esta sociedad de censores en la que vivimos algunas voces se han alzado contra la exposición, quizás deseosas que el contenido de los cuadros esté oculto tras lonas negras, que apenas permitan contemplar los paisajes que enmarcan las poesías. Aprendices de ayatolas que sueñan con ser quienes dicten lo que se puede ver o no, dignos herederos de los inquisidores de tiempos medievales, cargados ambos de argumentos falaces e hipócritas, que buscan extender condenas y absoluciones desde su juicio extremo. Frente a esas miradas cortas, ciegas, el arte de Tiziano los desarbola, y nos deja a los que allí entramos expuestos a una figuración total. Sin recurrir a pantallas envolventes como las de ahora, el maestro italiano logra sumergir al espectador en un mundo onírico, muy erótico, cargado de fuerza y sensualidad, en el que la belleza de su arte es equiparable a la fuerza de las escenas narradas. Y en un alarde de colaboración internacional, El Prado ha reunido, junto a las seis poesías, obras de otros maestros absolutos, como Rubens O Velázquez, que conocieron las pinturas de Tiziano, las admiraron por su maestría y, supongo, también por el gustillo que les provocaban, y decidieron inspirarse en ellas. Se sitúa uno en algunos puntos de la sala y, girando la cabeza o el cuerpo, puede contemplar las mismas escenas, interpretada por otros maestros, con décadas de diferencia, con algunas diferencias formales, pero con la misma intensidad y búsqueda de lo bello y atractivo. Todo lo que allí se puede contemplar entra el ámbito de lo que se define como obra maestra, pero es que resulta así mismo conmovedor ver cómo artistas geniales se copiaban unos a otros. Detectaban la genialidad en los demás y se ponían esas cotas elevadísimas como objetivo. Sabían que lo que contemplaban como versión original era perfecto, y trataban de alcanzarlo. Y eso es algo que honra al creador posterior, que ve en el precedente no a quien despreciar, sino admirar, no lo que arrumbar en una esquina, sino de lo que aprender. Hay una intensa relación maestro alumno en esos trabajos que se miran unos a otros. Y que se nos muestran conjuntamente.
Da que pensar que Felipe II pudiera en su momento, en soledad, contemplan el encargo de las seis poesías íntegro, para su absoluto y privado disfrute. Mostrado siempre como un hombre austero, seco, mojigato, beato hasta el aburrimiento, el Rey del orbe tenía un lado picante, y a buen seguro se regodeaba de placer viendo esas escenas como cualquiera de nosotros al contemplar aquellas que nos resultan eróticas y estimulantes. Sí, en cierto modo esas pinturas también eran como el “porno” de su tiempo, y por lo que se ve, a los censores de hoy en día les siguen poniendo nerviosos. Buena muestra de la universalidad del arte que Tiziano, con sus pinceles y vista, logró plasmar en esos lienzos. Vayan al Prado, regálense esta exposición. La cultura es segura.
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