Una de las instituciones que más se está viendo afectadas por la disrupción de la normalidad provocada por la pandemia es el papado. Desde hace décadas el ocupante del trono de San Pedro dedica muchos esfuerzos a su proyección mediática global, y los viajes son una herramienta muy importante dentro de esa estrategia de comunicación. Encerrado en el Vaticano, con medio mundo sometido a un encierro similar dentro de sus casas y fronteras, Francisco ha pasado más de un año sin realizar viaje alguno y con una muy escasa presencia en los medios. Su propia salud, con una ciática de por medio, no le ayuda, y el ser persona de riesgo ante una infección Covid ha hecho que su burbuja sea férrea. Poco ha pintado en este tiempo.
Su primer viaje desde que empezó la pesadilla vírica ha tenido lugar este pasado fin de semana, y ha sido a Irak, nación convulsa donde las haya, en la que fallecer por una infección vírica es uno de los muchos problemas con los que sus habitantes se enfrentan para garantizarse la supervivencia diaria, quizás no el más peligroso de todos. Era un viaje peligroso, en el que la seguridad del pontífice podía estar amenazada en todo momento por el cúmulo de grupos extremistas que operan en aquellas tierras, y el que hoy podamos estar hablando de lo que allí ha pasado sin que medie atentado ni refriega de por medio se puede calificar ya de éxito en toda regla. La idea del viaje era triple: sacar al Papa de Roma para recuperar ese protagonismo perdido, llevarlo a un lugar en el que la violencia se ha cebado para enviar un mensaje de paz y tratar de crear puentes con el islam chií, que es el dominante en la zona. De fondo, como constante, apoyar a la comunidad cristiana que, en aquella nación, ha sido devastada por las guerras y fanatismos de los últimos años. La caída del régimen de Sadam Husein fue el pistoletazo de salida de una violencia islamista, que alcanzó su auge más despiadado con el autoproclamado califato del DAESH, y que desde luego tuvo a los cristianos en su punto de mira a la hora de ejecutar persecuciones y masacres. Des una población de algo más de un millón de fieles a esa creencia ahora quedan poco más de unos pocos cientos de miles. El resto o han huido o, simplemente, han muerto a manos del islamismo. No sólo cristianos. DAESH persiguió con saña a todos aquellos que no encajasen en su rigorista y fanática visión del islam y las muertes que provocó son tan atroces como innumerables. Son muertes causadas por el odio, sí, pero por la intransigencia religiosa de fondo, amparadas por una visión creyente, por una fe que sustentaba aquella máquina de poder y destrucción. Como representante máximo de una creencia, el Papa se ha sentido interpelado por el hecho de que la religión sea amparo de asesinos y fanáticos. No ha podido expresarlo con la crudeza necesaria delante de las actuales autoridades islámicas de la zona, con las que se ha reunido en encuentros de gran relevancia ecuménica y, quizás, histórica, pero sí ha mandado un mensaje genérico recordando una obviedad, que es que una religión no puede amparar la violencia. El mensaje de Dios es de amor, de comprensión, de fraternidad, de unidad, y quien lo utiliza para sembrar cizaña y causar el mal a otros está pecando doblemente. Aquel que se ampara en la religión para causar sufrimiento a los demás está violando los preceptos de la religión en la que dice creer, es el mensaje que ha lanzado Francisco en medio de las ruinas de varios templos en un Mosul que es, en gran parte, monumento presente de los efectos de ese fanatismo. La verdad es que no necesitaba el Papa viajar mucho para decir esas palabras. Podía, por ejemplo, ir al País Vasco y repetirlas delante de la curia de sacerdotes y obispos que, aún hoy, comprenden y amparan al terrorismo etarra. Podía, por ejemplo, expresar su mensaje en la iglesia del Buen Pastor de San Sebastián, y reclamar en consecuencia que alguien como José María Setién, que fue obispo y taimado defensor del terrorismo, fuera desalojado de la tumba que ocupa en un lugar preminente de esa iglesia. No lo hará, porque es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la vida en el propio, pero el mensaje es el mismo, igual su validez allí que aquí.
Transcurridos ya varios años desde que Francisco llegó a lo más alto del poder vaticano, su figura sigue siendo el centro de numerosas polémicas internar en el seno de una iglesia dividida y menguante en su poder, y los años no pasan en balde en la salud de un hombre que ve como su legado empieza a ser parte de su carrera. Los mayores problemas los sigue teniendo el Papa en casa, con escándalos recurrentes de financiación y asociados a escabrosos temas como la pederastia y las luchas de poder entre facciones y corrientes católicas. Este año pandémico no le ha sentado bien a la iglesia, menos al papado, opacado por una realidad ante la que no ha sabido, o podido, hacer frente en forma de referente. ¿Cuáles serán los siguientes pasos de Francisco en su proceso de “vuelta” a la actualidad?
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