No me gusta esa socorrida expresión que reza “mal de muchos” para tratar de enjuagar los desastres propios en medio de los ajenos. Mejora la cosa cuando se le añade la coletilla “consuelo de tontos” porque ahí e ve cómo realmente nos estamos fijando en el desastre ajeno para tratar de disimular el propio, cuando ambos debieran empeorar nuestro ánimo. Usar las desgracias ajenas como consuelo a las propias es una mala táctica que sólo sirve para perpetuar las desgracias personales y hacernos unos cínicos de campeonato. Comparar es inevitable, humano, y a veces contraproducente.
Un tribunal de París ha condenado a Nicolas Sarkozy, expresidente de la república francesa, a tres años de prisión por corrupción. Los detalles del caso no son muy importantes, pero la trama, en fin, es otras de las miles de variantes que tienen a la manida corrupción como telón de fondo. Sarkozy se aprovechó del poder que ostentaba para desvirtuarlo y actual en contra de la ley. Dice el exmandatario que recurrirá lo habido y por haber, pero la mancha sobre su conducta ya no es una presunción, sino una sentencia. Lo importante de esta historia no es tanto la vivencia de un personaje como Sarkozy, devorado por su megalomanía, sino las implicaciones sobre la república francesa. Haciendo un paralelismo cómico con nuestro país imagino a algunos grupos políticos galos pidiendo la vuelta de la casa de Orleans al trono de Versalles una vez que se ha demostrado que la república ampara corruptos. De hecho, es la segunda condena a un expresidente francés, si no recuerdo mal, porque Chirac también lo fue. El movimiento monárquico en Francia no deja de ser una anécdota y el supuesto que les he planteado es muy ridículo, lo se, pero no deja de ser una manera de mostrar hasta qué punto es absurdo plantearse cambios de régimen político ante el comportamiento de los individuos que los representan si no se produce un cambio en dichos individuos o en los sistemas de control de esos mismos regímenes. Tenemos en España una monarquía parlamentaria que es tan legítima y democrática como la república francesa, y tan susceptible de ser atacada en sus mismas entrañas por la corrupción como el sistema galo. El Congo y Arabia Saudí poseen sistemas, republicano y monárquico respectivamente, en los que la corrupción y el despotismo no son marca de la casa, sino directamente la forma de gobierno, siendo el “nombre” de la institución que la rige una mera formalidad proveniente de la tradición. En nuestras naciones existe una obvia y legítima preocupación por la corrupción, porque es injusta, insolidaria, ineficiente, deslegitimadora y todos los adjetivos que quieran ustedes añadir, no sobrará ninguno, pero no dejaremos atrás la corrupción con un cambio de forma de gobierno, de la misma manera que se suceden los colores políticos al frente del poder parlamentario y no hay legislatura sin sus escándalos. La principal diferencia entre los regímenes entre los que se tolera la corrupción y los que no es que en los últimos se acaba conociendo, con el tiempo juzgando y, con mucho tiempo, paliando, mientras que en los otros, los que la toleran, no pasa nada, nunca hay noticias relevantes al respecto, ni denuncias ni escándalos. Curiosamente la corrupción real es muchísimo mayor pero no lo parece, y si uno mira las noticias que circulan en esas naciones pudiera parecer que la corrupción allí es un problema superado, mientras que en los países desarrollados no hay día sin trama o escándalo que afecte a políticos conocidos. Esa asimetría informativa no refleja una realidad, sino la anomalía del régimen corrupto. Sin ir más lejos, en la época franquista, en la que la corrupción era LA manera de funcionar, poco se hablaba de ello. Lo que refleja Berlanga en joyas como “La escopeta nacional” es un sistema completamente corrupto. Y de eso no se escribía mucho, ya se encargaba el régimen de que así fuera.
¿Es bueno para las instituciones que quienes las hayan regido acaben condenados? Evidentemente no, porque muestra las fallas que esas organizaciones poseen, y sentencias de este tipo, sobre todo, deslegitiman el poder que de esas instituciones democráticas emana, poder que condiciona nuestras vidas, ingresos y posibilidades. Pero es labor de todos, también de las instituciones, evitar que hechos así se repitan. Habrá personas ejemplares que sean incorruptibles en todas partes, pero también las hay que se dejan y ofrecen. Si los sistemas de control que establecemos para alentar a los primeros y castigar a los segundos no funcionan da igual el nombre y rango que le otorguemos a la forma de gobierno bajo la que, presuntamente, nos regimos.
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