Lento, con altibajos, peor en unas zonas que en otras, pero a medida que el proceso de vacunación avanza empieza a verse una luz en el túnel sanitario que vivimos desde hace un año. La eficacia de las vacunas se muestra claramente en las tasas de contagio que se dan en las residencias, lugares ya inmunizados, que se han desplomado, y con ellas las necesidades de hospitalización de ese colectivo y el recurso último a las funerarias. Que se esté discutiendo de pasaportes de vacunación de cara al verano es una señal de que los pinchazos nos están cambiando el escenario médico, para bien. Es la principal alegría de estos días, quizás la única.
Lo que no permite relajo alguno es la situación económica que vivimos, con una crisis tan extraña como descomunal, provocada por la pandemia. Con los datos de paro registrado de este febrero ya podemos ver que se ha superado oficialmente la cifra de cuatro millones de españoles sin trabajo. Una marca horrible que se dejó atrás hace no muchos años, fruto del desastre de la pasada crisis económica, y que supuso en su momento el reflejo en números de los infinitos dramas y destrozos generados por el desplome. A esos millones de desempleados debemos sumarles los que se encuentran en un ERTE, cobrando algo pero con el trabajo suspendido por causas de fuerza mayor, y a todos ellos debemos unir los que se mantienen en el trabajo en la cuerda floja, en empresas y negocios que subsisten, que sobreviven en medio de la tormenta pero que, como los náufragos en el mar, no dejan de tragar agua con cada ola que les embate y, poco a poco, se hunden. Es ese mundo que se encuentra en un limbo la gran novedad de esta crisis, la que la distingue de las pasadas. No nos encontramos ante un desplome fruto de distorsiones en el crecimiento, decisiones erróneas o cualquier otro tipo de problemas que pudiera ser estudiado desde el mundo de la economía convencional. Asistimos a unas pérdidas de empleo en sectores concretos, arrasados por la forma en la que el virus se transmite, que no pueden hacer apenas nada para tratar de mantenerse en pie en medio de cierres perimetrales, toques de queda y derrumbe del consumo. Nada han hecho esos negocios para merecer el castigo económico que sufren, como no lo harían otros si fuesen los afectados porque la forma de contagio del virus fuera distinta, pero día a día ven como su supervivencia se vuelve más difícil. El debate abierto sobre si deben recibir ayudas directas es absurdo, porque es de justicia que se las den, pero choca esa justicia con la anemia financiera de una nación que está sin recursos y con la parálisis de un bigobierno más que superado por la realidad. La imagen de la costa llena de los restos causados por el temporal vírico es demoledora. En paralelo, en el malecón, protegidos, millones de personas contemplan el desastre desde la seguridad de empleos y sueldos garantizados, con sus tasas de ahorro disparadas en un tiempo de forzada frugalidad. Asisten, asistimos, a un espectáculo de dureza inusitada en el que lo que parece el reparto de cartas de una baraja nos ha situado a algunos en la parte protegida y a otros en la cruda intemperie. Las alternativas de los que tratan de nadar en el mar embravecido se agotan mientras que el ansia de disfrute de los guarecidos crece con su forzado aburrimiento. Es una situación completamente absurda, carente de sentido, que se produce por la llegada de un golpe imprevisto. ¿cómo contempla el desempleado su suerte en una economía hibernada? Si el paro siempre ha sido una condena en España ahora mismo es la pesadilla perfecta. Hasta que la vacunación no logre que la economía pueda arrancar muchos de esos empleos seguirán perdidos y, no nos engañemos, demasiados no volverán.
Cierto es que, como señalan algunos, la recuperación que nos espera cuando se desembalse la demanda acumulada que mantienen los que seguimos cobrando pude ser de tal intensidad que absorba gran parte del desempleo, pero está por ver si ese impulso de celebración desmedida tras la pesadilla no será flor de un día, tan exuberante como efímera, y que no podrá paliar la extensión y profundidad de los daños causados. Desde luego, hasta que la normalidad no empiece a volver en serio, mínimo el verano dada la velocidad de vacunación, es necesario ayudar a los que tratan de no ahogarse en el mar de la crisis. Es justo y necesario. Y sí, es nuestro deber hacerlo.
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